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Buen gobierno y cultura política

En países democráticos, la función principal de las elecciones es formar gobiernos; es la única oportunidad en que se le consulta al electorado a quién desea para llevar los destinos de un país, del estado o de un municipio o quiénes serán legisladores en las cámaras parlamentarias. Si bien cada elección presidencial ocurrida en México desde la primera en 1917 es particular (y peculiar), por mucho tiempo la ciudadanía se vio maniatada en sus preferencias electorales.

En promedio los candidatos presidenciales ganadores recibieron de 1917 a 1940 el 95 por ciento de los votos; de 1940 a 1982 bajó a 91; sin embargo, de 1988 a 2012 el promedio bajó drásticamente hasta 43.12. Es claro que antes de 1988 el partido en el gobierno, el PRI y sus ancestros, dominaban en un escenario donde la democracia (al menos electoral) era inexistente; eran tiempos donde la participación era alta (hasta los muertos votaban) y sus resultados electorales eran nada creíbles.

En 1988 la ciudadanía ya estaba cansada y sólo uno de cada dos electores acudió a las urnas, y fue la última vez que un candidato presidencial ha recibo más de 50 por ciento de las preferencias electorales. Muchos análisis ya se han hecho al respecto y las posibilidades de un fraude electoral cada día son más remotas. La elección del próximo presidente de la República no se cuestiona: ganará quien reciba más votos en las urnas.

En su momento, el PRI aceptó su derrota en las urnas, como también lo hizo el PAN; ahora, ambos deberán hacerlo si, como lo pronostican las encuestas, el ganador no es alguno de sus candidatos. Con el nuevo milenio y desalentados por un partido y sus gobernantes emanados de esa opción política, por no haber respondido a sus necesidades, el elector mexicano decidió por una opción diferente y Fox llegó a la Presidencia; sin embargo, su falta de visión de estadista y su pérdida del rumbo en el quehacer gubernamental dejó a la ciudadanía en espera del “cambio que nunca llegó” (Alejandra Lajous dixit).

En 2006 con unas elecciones muy cerradas, Felipe Calderón llegó a la Presidencia de la República con una legitimidad pegada con alfileres y pretendió dar un golpe de timón en su lucha contra el narcotráfico y, desde su inicio, con un uniforme militar que le quedaba grande, dio muestras de una política y estrategia equivocadas, que también le quedaron grandes. El país se vio envuelto en una violencia inusitada y un considerable aumento de violación a los derechos humanos.

En el siguiente gobierno, con Peña Nieto como presidente, la toma de decisiones equivocadas, los escándalos de corrupción, las reformas estructurales fallidas y la impotencia mostrada para controlar el crimen organizado lo han convertido en el presidente más impopular y repugnado en la historia mexicana reciente.

Ser popular, ganar con un amplio margen en las urnas, para nada garantiza lograr el objetivo primordial de llegar al gobierno. Las elecciones son un instrumento de decisión, no una meta de llegada. Los resultados electorales no otorgan capacidad para gobernar. Con una población, cultura y geografía tan diversas, el reto del próximo gobierno no será nada fácil.

La idea de lo que significa un buen gobierno está determinado culturalmente; esto es, el deseo de un gobierno fuerte y eficiente o concebir otro como débil y poco eficiente está presente en la cultura política de los ciudadanos. Asimismo, gobernar, como lo concibe Guy Peters, es una empresa contingente con la gobernabilidad; esto es, mientras la sociedad sea más disciplinada, confiable y organizada, las posibilidades de una buena gobernanza serán mayores. ¿Cómo es la cultura política de los mexicanos?

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JJ/i