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Los debates electorales, poco útiles a ciudadanos

Cuando a los contendientes a la Presidencia de la República y a la gubernatura de Jalisco falta un tercer debate, concluyo que éstos no cumplen su principal objetivo: informar a los ciudadanos sus propuestas de gobierno, argumentarlas, confrontarlas y que a partir de ahí la decisión de votar favor de uno u otro sea fruto del análisis profundo, razonado y convencido. No sucede así. Lo que hemos visto es más show y menos debate.

Pero no sólo eso: también vimos cómo participantes presentan como verdades diversas mentiras, con imprecisiones en los datos que ofrecen, con generalizaciones de cómo resolver problemas sin llegar a detalles, con desconocimiento o desprecio de problemas graves que atraviesan el país y la entidad, con calificativos para ridiculizar a los oponentes. Observamos candidatos que consideran que ser buenos oradores es casi todo en un debate, sin suficiente tiempo para realmente explicar propuestas, que suelen esquivar preguntas o aprovechar el foro para anunciar denuncias que lo más seguro no tendrán ningún futuro, sin considerar que los formatos o son obsoletos o poco contribuyen a debatir.

A lo anterior se añade que la mayoría de los espectadores ya saben por quién votarán y observan los debates sólo para respaldar a sus preferidos, sin importar las incongruencias o desatinos de los mismos. Y no me refiero sólo al voto duro, fiel, de cada partido político, sino a quienes sin ser militantes legitiman sus creencias. Que no presencian los debates para informarse, conocer las propuestas o investigar más, sino para dar por ganadores a sus candidatos. Lo que ahí se diga o haga es más objeto de burla. Los mexicanos somos campeones en el chiste político. Recurrimos al desahogo para expresar lo que sentimos sobre los que están o aspiran a estar en el poder. Pero muchos se quedan sólo en eso. La mayoría de los ciudadanos recuerdan alguna que otra frase despectiva, un chistorete, un apodo proferido o cualquier cosa que haga menos aburridos los encuentros.

Luego de los debates por la Presidencia o la gubernatura las encuestas de intención del voto muestran pocos cambios, escasos porcentajes hacia la alza o a la baja, salvo contadas excepciones como se vio con López Obrador. Pero en promedio, cada candidato mantiene más o menos el porcentaje de sus simpatizantes. En el caso de los indecisos, tampoco varían mucho tras cada confrontación de los candidatos, aparte de que son la minoría.

Agreguemos que a la gran mayoría de los mexicanos y jaliscienses no les interesan los debates, no los siguen. Consideran que no tiene caso votar, pues hacerlo no implica que vayan a ocurrir cambios en el país o en la entidad que los beneficien; y tienen razón en gran parte, aunque su pereza o rechazo a la actividad política contribuya a que continúe el statu quo.

Pongamos otro elemento en juego, invisible, alrededor de los debates. Las neurociencias han comprobado que el ser humano toma más decisiones basado no en argumentos, en el raciocinio o en la lógica, sino en sus emociones, en lo que despiertan en cada persona el candidato y las ideas que se le ofrecen.

En las decisiones pesan más los motivos inconscientes que los conscientes, incluidas las electorales. Detrás están diversos factores como las historias de vida de cada votante, su percepción del mundo y sus creencias, que influyen en lo que hacen. La elección por un partido o un candidato no tiene únicamente el ingrediente racional. Hemos escuchado cómo se vota con base en si es o no guapo o guapa, o si su personalidad genera confianza. El elemento subjetivo está totalmente presente y suele no tomarse en cuenta.

Habrá que revisar cómo se organizan los debates, cuánto contribuyen o no a informar a los ciudadanos y si realmente dan pie a decidir con base en argumentos, si no existen otras posibilidades más idóneas para confrontar ideas, si conviene o no disminuirlos.

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JJ/I