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Votar sin miedo, apostarle a la esperanza

Ayer finalizaron las campañas y hoy inicia, en teoría, un periodo de veda a la contienda electoral con el propósito de propiciar un espacio para la reflexión que permita al ciudadano de a pie ejercer en las mejores condiciones el único acto en que su participación incide, de manera directa, en el futuro del país.

En la soledad de la casilla, en una acción que condensa ideas, sentimientos y emociones, cruzará en la boleta a los candidatos de su preferencia. Y de esa manera, de nuevo teóricamente, culminaría este proceso electoral, al que todos sus actores, analistas y observadores no han dejado de calificar como histórico.

En efecto, flota en el ambiente que se avecina un cambio profundo que sacudirá todo el entramado institucional. Hay razones de sobra para ello. De entrada, el agotamiento de un modelo económico cuyo único resultado tangible ha sido el empobrecimiento de millones de mexicanos, la pérdida constante de su salario nominal, el crecimiento indiscriminado de la desigualdad y la falta de oportunidades –educativas, culturales– de las clases mayoritarias.

Sin embargo, es en lo social donde la indignación ha rebasado el límite de lo tolerable. Lejos de contener la escalada de inseguridad desatada por la acción irresponsable de Calderón, que en aras de lograr una legitimidad que no obtuvo en las urnas, arrojó al país a una sangrienta guerra contra el narcotráfico, durante el gobierno actual el número de asesinatos y desaparecidos se incrementó exponencialmente. Con la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el Estado exhibió su enorme fragilidad o su complicidad. Fue la gota que derramó el vaso.

Es verdad que en el hartazgo y la indignación se encuentran los motores de esta movilización y apoyo al candidato que aventaja en las encuestas. Pero junto a estas emociones, incluso por encima de ellas, se puede percibir un fuerte sentimiento de esperanza y crecientes deseos por impulsar un cambio.

El domingo pasado asistí al cierre de campaña de AMLO en la Plaza Juárez. Llegué a la seis y media, y aunque el contingente de la plaza era numeroso, hubiera esperado una mayor asistencia. Había huecos que hablaban de una logística deficiente de los organizadores. Nunca entendí la instalación de pantallas gigantes que a la postre no transmitieron el evento.

También me sorprendió la incapacidad de quienes abarrotaban el presídium para utilizar de manera más inteligente el tiempo que transcurrió –dos horas– entre la hora anunciada de inicio y la llegada del candidato. Lo que sí pude observar fue la paciencia y la tranquilidad de la gente, que diseminada a lo largo de la plaza se intercalaba en pequeños grupos, parejas o individuos. Había familias con niños, bebés en su carriola. Algunos wixárikas con su vestuario típico. Empero, había un rasgo que homogeneizaba a los asistentes. Su pertenencia a los estratos populares, a los sectores económicamente menos favorecidos, a los marginados, a los desposeídos. Lo que se conoce como pueblo.

Ahí estaban, impasibles, sin engancharse con lo que sucedía en el estrado, en espera al arribo del candidato. Fue a su llegada cuando la aparente pasividad se transformó en una caudalosa ebullición. La marea humana se arremolinó en torno a la valla por donde pasaba el candidato. Frente a mí, dos ancianos de avanzada edad, incapacitados para fundirse en el tumulto, levantaban su mano derecha con la “v” de la victoria.

La escena se repitió a lo largo del recorrido, había que tocarlo, o cuando menos verlo de cerca. Duró solo un instante, pero la intensidad de su conexión es lo que se refleja en las encuestas.

No era el miedo el sentimiento que flotaba en la plaza, sino el deseo vehemente, terco, obstinado, de apostarle a la esperanza.

@fracegon

JJ/I