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A lo que sigue

La noche del 1 de julio, más temprano de lo prometido y antes de que la autoridad electoral dijera alguna palabra, los candidatos, furibundos detractores de AMLO, salieron a pantalla a reconocer su derrota. El presidente Peña y los empresarios también lo hicieron. Parecía que a todos les urgía reconocer el triunfo o su derrota. Muchos opinadores e intelectuales debieron hacer malabares discursivos para intentar quedar bien parados y empezar a reconocer las virtudes del nuevo presidente, pero asegurando que harían una férrea vigilancia a su administración. Ni siquiera la Conferencia del Episcopado Mexicano perdió la oportunidad. Tanta solicitud carente de autocrítica era de por sí sospechosa. Casi le agradecen por haberlos derrotado. Luego vinieron a granel las reuniones privadas y la sospecha se disipó. Los acuerdos, los arreglos, empezaron a procesarse.     

Se dieron cuenta de que el sistema estaba a buen resguardo. AMLO no es antisistema y la verdad sea dicha, nunca se ha presentado como tal. Hace años cuando dijo exaltado “¡al diablo con las instituciones!”, en realidad lo que quería decir es que éstas deberían funcionar mejor para preservar el sistema. La experiencia latinoamericana de los gobiernos progresistas y/o de izquierda así lo deja ver. Cuando la crisis está en su mayor punto, cuando, como dicen ellos, la gobernabilidad ya no es posible, cuando el Estado ha fallado, cuando la derecha tecnocrática y la voracidad del capital han llevado las cosas al límite y el hartazgo anuncia la insurrección, entonces la izquierda o alguna expresión política con tintes populares aparece como la opción para contener la posibilidad de que el antagonismo estalle, los desborde y se fortalezca la idea de pensar en otros mundos, en otras formas de vivir y reproducir la vida.

Los primeros mensajes de calma aparecieron rápidamente. Los capitales no volaron ni el peso se devaluó más. Carlos Slim anunció que seguirá invirtiendo en México. Es decir, que seguirá enriqueciéndose a costa de todos los mexicanos. Bueno, si se cumple la promesa de la no corrupción, los empresarios quizá dejen de ganar algunos centavos, pero nada que ni remotamente lo haga pensar en perder.

Es obvio que no soy optimista respecto del gobierno de AMLO. No voté por él ni por ningún otro candidato. Nunca he sido simpatizante del mal menor. Me parece aberrante conformarnos con ello. Mantenerse en esa posición a pesar de los horrores en que vivimos significa aceptar que no tenemos, que no podemos hacer más que lo que dice la clase política. Tampoco creo que el abstencionismo por sí solo sirva para algo más que para evidenciar la falacia de que los partidos, los dirigentes y los candidatos, hombres y mujeres, representan a las mayorías o de que la democracia electoral es un sistema que todos aceptamos. Hace algunos años empecé a creer que lo mejor es lo que podamos hacer a diario nosotros por nosotros mismos. Ningún candidato o gobernante carismático, pero tampoco un voto, así sea masivo, puede suplir el hacer social cotidiano. Y en este punto tenemos muchos problemas dada nuestra herencia corporativa.

Mi abuelo Ildefonso decía: “Ya veremos, dijo un ciego. Y nunca vio”. Por supuesto que me agradaría equivocarme rotundamente, pero creo que AMLO, aun queriendo, no podrá atender los problemas y necesidades fundamentales de la gente. Para ello tendría que parar al capital en sus procesos fundamentales de acumulación. Ya estamos empezando a ver que eso no sucederá. Me temo que, por ejemplo, las industrias extractivas (minería, petróleo y gas) seguirán arrasando nuestros territorios y contaminando nuestros cuerpos de agua y las ciudades seguirán creciendo sin límites, sin importar tampoco los riesgos que implican para la salud de quienes en ellas vivimos.

¿Qué sigue? En realidad no es una pregunta nueva. Creo que seguimos básicamente en lo mismo. Votamos, festejamos y esperamos a la próxima elección o independientemente de si votamos y festejamos, nos organizamos como cada quien pueda y quiera, y empezamos a hacernos cargo de nosotros mismos antes de que otra cosa nos suceda.

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