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El país de nunca jamás

Las palabras elegantes son como las monedas, que una vale por muchas como muchas no valen por una
Francisco de Quevedo

 

Dicen que en nuestro país sucede lo que no pasa en ningún otro lugar del mundo y quizás sea cierto. No es que en otros países no suceda lo mismo, seguramente en todos ocurrirá en mayor o menor medida, aunque sea tal vez menos evidente y más sórdido. Bajo la mesa, en lo oscurito, cambian de manos fortunas y favores que, si no son ilegales, tampoco son legítimos. Son vergonzosos y, por eso, se ocultan.

En cambio, en México se perdieron las formas y, con ellas, la vergüenza y la dignidad. Se hacen las chuecuras a la vista de todos, bajo la luz del sol. Los protagonistas de esos entuertos tienen la soberbia de sentirse intocables y, tal vez, con razón. La experiencia les ha demostrado que aquí nada les sucederá, saben que la ley no fue hecha para ellos y, en todo caso, es tan flexible como la vara de una caña que se inclina hacia donde sopla el viento.

Son muchas las pérdidas sufridas por la cultura mexicana. En las últimas décadas fueron retiradas de los planes de estudios materias que educaban sobre la conducta cívica que marcó la vida de varias generaciones; también hubo una evidente disminución en la calidad de la formación profesional de los docentes.

Otro importante cambio ha afectado la cultura nacional: la disminución en la calidad educativa dentro de la familia, debido, casi siempre, a la necesidad de que ambos padres trabajen. Es ahí donde para empezar deben inculcarse los valores y principios que regirán la conducta de sus integrantes a lo largo de sus vidas, sin importar los niveles socioeconómico y académico que logren alcanzar. Son los padres y no los maestros los responsables de inculcarlos en sus hijos, poniéndoles el ejemplo y corrigiendo –incluso sancionando– sus faltas.

Todo lo anterior es apenas una mínima reflexión de lo que ocasiona los graves problemas que México enfrenta, como la corrupción y la impunidad, cuyo origen primigenio es la falta de valores y de sanciones en la unidad básica de la sociedad: la familia.

Por naturaleza

Hace algunos años durante una reunión de funcionarios estatales de turismo realizada en Tampico, durante uno de los recesos programados, un grupo comentaba que el problema de la corrupción estaba en la idiosincrasia del mexicano, casi se atribuía a su ADN la tendencia a ofrecer o pedir dádivas a cambio de hacer la vista gorda de una violación a la ley o de agilizar un trámite u obviar la falta de algún requisito para éste. Esa opinión sonaba casi como sentencia irrevocable y conformista: no hay de otra, es que así somos.

Sin embargo, alguno de los presentes se opuso a esa conclusión y comentó que cualquier mexicano, sin importar su estrato social, económico o cultural, cumplía puntualmente con las leyes y reglamentos con solo cruzar el puente del río Bravo y pasar a Estados Unidos. Es cierto, hasta en las cosas más simples como cruzar la calle en la esquina, no tirar basura o usar el cinturón de seguridad en el auto, la mayoría de los que van a ese país cumplen con las normas.

Vacío de autoridad

¿Por qué, entonces, esos que respetan las leyes más allá de la frontera cuando están en México les pasan por encima como si no existieran, unos dando y otros recibiendo el conveniente cambio de manos de algunos billetes? ¿Por qué vemos ya como normal y no excepcional ese aceptado acto de corrupción-impunidad tan frecuente? Al final, la respuesta es simple: en México las autoridades no hacen respetar las leyes, por el contrario, están siempre dispuestas a contribuir a su violación, siempre y cuando sus billeteras aumenten de tamaño.

Bajo estas circunstancias, México es el país donde todo sucede pero no pasa nada. Somos el país de nunca jamás.

@BenitoMArteaga

JJ/I