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Arrepentimientos que no lo son

De las peores prácticas del sistema político y la clase en el poder me parece es aquella de colocar en letras de oro en las instituciones que lo simbolizan, como el Congreso, los nombres de hombres o mujeres que asesinaron tratando con ello de terminar con sus ideas o las fechas históricas que marcan el inicio o fin de procesos sociales importantes, con los que no estuvieron de acuerdo y frente a los cuales hicieron uso de la fuerza del Estado para exterminarlos y derrotarlos militarmente.

Esta semana que termina sucedieron dos hechos políticos declarativos de este tipo que considero importante comentar porque, a pesar de lo que se diga, nos enfatizan algunos de los rasgos que siguen caracterizando al sistema político como, por un lado, el falso intento de hacer justicia tardía, que encubre la pretensión de despojo y apropiación ilegítima de nombres y sucesos políticos que no les corresponden para mellar los filos críticos que tuvieron en su momento para ahora mediatizarlos y, por otro lado, el clásico gatopardismo que no se abandona para hacer parecer que las cosas cambian para evitar que cambie lo fundamental. Veamos los casos.

El lunes 24 de septiembre, el secretario de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), Jaime Rochin, afirmo que la matanza y represión sufrida por el movimiento estudiantil del 68 fue un “crimen de Estado” que es necesario reconocer abiertamente. Y según él, esta resolución “constituye la primera reparación colectiva que reconoce una de las páginas más trágicas de la historia reciente de México”. Por supuesto que fue un crimen de Estado. Eso se ha venido diciendo desde hace 50 años y el Estado y su clase política no sólo lo negaron, sino que criminalizaron a quienes así lo afirmaron.

Cuando jurídicamente hablando, el crimen prescribió y el sistema hizo todo lo posible para que no se castigara a ningún responsable, tal reconocimiento carece de gracia. El expresidente Díaz Ordaz reconoció su crimen y afirmó que lo volvería a hacer y no se le sometió a la justicia. Para evitar que Luis Echeverría pisara la cárcel se le tuvo que inventar locura o senilidad. Este tipo de reconocimientos o arrepentimientos, parecidos a las recomendaciones de las comisiones de derechos humanos, que no son vinculatorias, que sólo tienen un carácter moral, carecen de sentido, justo porque la moralidad y la ética no están entre los valores o principios de la clase en el poder y el Estado.

El segundo caso se refiere a la declaración del expresidente Ernesto Zedillo, quien reconoció haberse equivocado en la política de “prohibición”, “represión” y “criminalización” de drogas ejecutada durante su gobierno (1994-2000). Tampoco descubre nada. Mucho se lo dijeron y, como su exjefe Carlos Salinas, ni los vio ni lo escuchó. El problema es que muchos mexicanos sufrieron represión y criminalización por su política. Pero en el caso de Zedillo lo más importante es lo que no reconoce como error: el crimen de Estado cometido por él el 22 de diciembre de 1997, cuando paramilitares mataron a 45 indígenas mayas en Acteal, municipio de Chenalhó, Chiapas, y nunca hizo nada al respecto. O más bien sí hizo: los encubrió.

A este paso y con este sistema, dentro de 50 años, cuando ya no esté en este mundo, y nosotros tampoco, quizá se reconozca ese crimen y lo mismo podría suceder con Peña Nieto respecto de la desaparición de los 43 estudiantes de la escuela normal rural Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero.

En conclusión, estos arrepentimientos, más que una verdadera autocrítica o afán de hacer justicia así sea tardíamente, me parecen una forma cínica de expiar sus culpas y seguir evadiendo la justicia.

da/i