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El odio

El nivel de agresión es impresionante. Basta una palabra para desatar la furia expresada en insultos, descalificaciones y hasta amenazas. ¿En qué momento convertimos a las redes sociales en una salida aceptable para tanto odio? Y a medida que se fomenta el anonimato y la creación de múltiples cuentas, el fenómeno se recrudece. Esto pasa incluso con medios más tradicionales, como los periódicos en sus versiones en línea (las versiones impresas por lo menos pasan por un proceso editorial que suprime lo peor, que probablemente también reciben). Es por esto por lo que hay diarios como El País, que suprimieron los comentarios anónimos en su portal: escondido tras una máscara es muy fácil que alguien no sienta responsabilidad por dar rienda a sus peores impulsos.

Si uno tiene cuenta en Twitter, verá que esto es de lo más común; no es necesario siquiera tratar un tema polémico, cosas tan inanes como la contratación de un nuevo jugador o que alguna artista se tiñó el cabello son suficientes para desatar la cascada de tuits ofensivos. Así que uno se la piensa dos veces antes de entrar a una discusión, so pena de ser atacado por cualquier cosa, desde un error de dedo (los auto correctores ortográficos a veces no son la solución), por tratar de mediar o incluso por señalar un error lógico en la argumentación. Claro que este tipo de personas, denominadas trolls, ha existido desde prácticamente el inicio de Internet; sin embargo, sus números eran menores y, por las dificultades que implicaba la creación de cuentas, eran más cuidadosos para no ser expulsados. Hoy nada de eso pasa: si por algún motivo alguien denuncia a otra persona por violar los términos del servicio y los administradores hacen algo al respecto, lo único que tiene que hacer el agresor es abrir una nueva cuenta, o 20, o mil (los famosos bots), para seguir incordiando a los demás.

A veces hay casos en los que el agresor es una persona que ha logrado una cierta relevancia, por lo que perder su cuenta sí tiene consecuencias: perder seguidores y por lo mismo, perder ingresos. Esto fue lo que le sucedió a Alex Jones, comentarista político (es un decir), creador del sitio Infowars, que usaba sus redes sociales para atacar a sus adversarios, difundir rumores (como que los niños asesinados en la escuela Sandy Hook eras actores), generar fake news, e impulsar el odio racial y la xenofobia. Finalmente, después de meses de solicitudes de usuarios en diversas redes, a Jones se le cancelaron sus cuentas de Facebook, Instagram, Twitter y YouTube, lo que ocasionó fuertes mermas a sus ingresos por ventas de espacio comercial.

Todo lo anterior viene a cuento por un hecho en particular ocurrido esta semana en Guadalajara: una universidad privada canceló y luego autorizó un diálogo informativo sobre el aborto. No es la intención en este momento opinar sobre el aborto o sobre el derecho que le asiste a la universidad de albergar este tipo de eventos. Lo que quiero es mostrar el nivel de abyección al que se puede llegar en redes sociales cuando algo no le parece a alguien: simplemente el hecho de que un panel de mujeres hablara sobre el tema, fue suficiente para que otra persona modificara el logotipo de la institución, colocando la imagen de un feto sangrante en medio, como si la escuela se hubiera convertido súbitamente en una clínica clandestina en donde se practicaran abortos.

Las posiciones se radicalizaron inmediatamente y ambos bandos se atacaron de una manera viciosa, curiosamente acusando al de enfrente de “intolerante”. Es evidente que es un tema polémico, en una encuesta de Consulta Mitosfky los porcentajes a favor y en contra están cercanos a 50 por ciento. Es claro que la discusión sobre su despenalización no será fácil.

Sin embargo, no debiéramos perder la civilidad al discutir. Quizá se vuelva necesario dar clases de civismo en redes sociales.

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da/i