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Ingenuos
El abogado de Ovidio
Digamos que El Drifo y El Runek cometieron un delito al grafitear el vagón de la Línea 3 del Tren Ligero. Se trata de un delito sin pena de prisión: daño al patrimonio urbano. Los castigos que impone el Código Penal para esos daños son jornadas de trabajo comunitario y multas por un máximo de 26 mil pesos, aproximadamente, por tratarse de bienes de dominio público.
Supongamos que sus rayones son una expresión artística urbana. Lo efímero de su creación trascendió la caducidad que hubiera tenido si los administradores del Tren Ligero hubieran borrado en silencio ese trabajo. La proyección mediática que lograron colocó sus pintas en el ágora cibernética de la ciudad a perpetuidad.
Posiblemente ellos no atisbaron, al retirarse de las instalaciones de la Línea 3 habiendo logrado su cometido, que el revuelo ocasionado por sus obras llevaría a su captura.
Creyeron que quedarían impunes. Para algunas personas así fue, dado que no se llevó en su contra el proceso penal que exigían sus más críticos opositores.
El propósito del sistema penal acusatorio no es necesariamente el castigo, sino la justicia, y puede obtenerse por vías distintas a la prisión. La justicia también se encuentra en la restitución del daño, en la conciliación de partes, en el perdón. No todos los delitos pueden llegar a ese desenlace porque no todos se pueden restituir, conciliar ni perdonar. Pero la mayoría sí.
En cierto sentido, el actual sistema penal tiende a la misericordia. Prevé agotar todos los recursos antes de llevar a un litigio un hecho delictivo. No es su propósito esencial, pero implica llegar a un reconocimiento del otro como ser humano complejo y merecedor de comprensión.
El sistema principalmente soluciona delitos culposos o no violentos mediante canales que evitan las complicaciones de una judicialización a través de acuerdos de las partes.
Ellos sabían que su obra sería retirada. Limpiando sus rayones ellos mismos, El Drifo y El Runek renunciaron a la reafirmación de su trabajo en el plano de la mera obra por sí misma y lo llevaron a un estadio triunfal de reivindicación de sus voces a través de la destrucción que era, a su vez, un reconocimiento a sus necesidades de expresión gracias a la mediación de partes.
Muy posiblemente el proceso penal no hubiera prosperado en contra de los dos jóvenes grafiteros porque los elementos legales para judicializar el caso parecían débiles. Y aun judicializando la carpeta de investigación, un juez de control seguramente les hubiera dado el beneficio de llevar el proceso en libertad por tratarse de un delito no grave y no violento. Pero ellos eligieron eliminar su obra. No destruirla, porque ya está digitalmente inmortalizada.
La eliminación de su trabajo no es exactamente como la realizada a medias por el artista Banksy en días anteriores. El también ejecutor de pintas falló en voluntariamente destrozar de manera remota un cuadro frente a la gente de una sala de subastas, dejando atónita a la concurrencia. Se trataba de un acto que recriminaba el valor económico del arte formal.
Las obras de El Drifo y El Runek eran ya, por sí mismas, recriminaciones a una sociedad que no permite la expresión de sus voces desde la marginalidad, desde lo proscrito, lo nocturno que, sin embargo, grita y proclama su existencia para reafirmarse como válido.
Los jóvenes se acogieron a los beneficios del sistema penal y aceptaron incorporarse a la práctica social aceptada de formalizar su trabajo con el permiso del gobierno y de los ciudadanos particulares.
Haber logrado el reconocimiento de su voz es ya algo importante, incluso cuando debieron ceder en su orgullo, y es un mensaje que debe tener eco en ese sector de la juventud. El peligro es el uso político que se le ha dado a la situación.
A mí, sinceramente, la imagen de los vagones del Tren Ligero me parece desabrida sin colores o desagradable con publicidad.
Opinión de: @levario_j
JJ/I