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Crucificándose
Empiezan las campañas
SALEM. Cruzó Los Andes, pasó por ciudades y llanuras, hizo un peligroso viaje por mar en el que murieron cinco compañeros, caminó durante días por la selva, hasta que finalmente llegó a la frontera de México y Estados Unidos.
Allí, Abdoulaye Camara, de Mauritania, pobre país de África Occidental, pidió asilo a las autoridades estadounidenses.
La agotadora travesía de Camara es un ejemplo de cómo está evolucionando la inmigración a Estados Unidos por su frontera sur. Ya no llegan sólo migrantes de América Latina: entre quienes ingresan desde México, hay numerosas personas de distintos rincones del mundo.
Unos 3 mil ciudadanos de la India fueron detenidos en la frontera con México el año pasado, comparado con sólo 76 en 2007. La cantidad de nepaleses subió de los cuatro de 2007 a 647 el año pasado. Cada vez más africanos intentan llegar a Estados Unidos y en las últimas semanas se han visto cientos de ellos en pueblos mexicanos del otro lado de la frontera con Texas, según informes de diarios locales a ambos lados de la frontera.
La odisea de Camara comenzó hace más de un año en la pequeña localidad de Toulel, en el sur de Mauritania. Decidió irse de su país, donde todavía hay formas de esclavitud a pesar de que es ilegal, “porque no se respetan los derechos humanos”, según dijo.
Fue uno de 124 migrantes que terminaron en una cárcel federal de Oregón tras ser arrestados del lado estadounidense de la frontera con México en mayo, en el marco de las políticas de tolerancia cero del gobierno de Donald Trump.
Fue liberado el 3 de octubre, después de pasar un interrogatorio en el que demostró que tenía razones suficientes para temer por su vida en su país, sorteando así el primer obstáculo en el proceso para conseguir asilo. Miembros de la comunidad donde se encontraba el penal donaron el dinero para su fianza. Fue asesorado por dos abogados que no le cobraron.
“Estoy muy agradecido, muy feliz. Les agradezco a los abogados que me sacaron del centro de detención”, dijo Camara al salir del penal.
El viaje de Camara fue épico, pero mucha gente emprende travesías similares en un esfuerzo por llegar a Estados Unidos. Partió de su pueblo próximo al desierto de Sahara hasta Marruecos en avión y desde allí voló a Brasil, donde permaneció 15 meses, trabajando en la cosecha de manzanas y ahorrando tanto dinero como pudo. Hasta que decidió que tenía suficiente como para encaminarse a Estados Unidos.
Tenía por delante un recorrido de 9 mil 700 kilómetros.
“Fue muy, muy duro”, relata Camara, quien tiene 30 años. “Escalé montañas, crucé ríos, muchos ríos, el mar”.
Camara aprendió portugués en Brasil y entiende bastante español, aunque no lo habla bien. Viajó en autobuses por Brasil, Perú y Colombia. Hasta que él y otros migrantes enfrentaron el peor obstáculo: el Tapón de Darién, un tramo de 97 kilómetros de pura selva entre Colombia y Panamá.
Primero, no obstante, él y otros compañeros de viaje que se encontraron en la ciudad colombiana de Turbo tuvieron que cruzar el golfo de Uraba, una entrada larga y ancha del mar Caribe. Turbo, en la costa sudoriental, es un importante punto de tránsito de los migrantes, donde se reabastecen y traficantes les ofrecen llevarlos en botes.
Camara y unas 75 personas más abordaron una lancha rumbo a Capurgana, pueblo cerca de la frontera con Panamá, del otro lado del golfo.
La embarcación avanzaba lentamente y de repente el mar se embraveció.
“Vino una ola que hizo tambalearse la lancha”, relató Camara. “Cinco personas cayeron al agua y no sabían nadar”.
Todas se ahogaron, indicó.
Los demás siguieron su camino y finalmente llegaron a Capurgana después de pasar dos noches en la embarcación. Se dividieron en grupos más pequeños para cruzar el temido Tapón de Darién, un sitio salvaje capaz de complicarles la vida a los más avezados viajeros. La frondosa selva tiene pantanos escondidos que pueden tragarse a una persona. Muchas han muerto, a veces devoradas por manadas de jabalíes, o han enloquecido.
El grupo de Camara lo integraban 37 personas, incluidas varias mujeres, dos de ellas embarazadas, una de Camerún y otra del Congo, así como niños.
“Caminamos siete días y escalamos las montañas”, expresó Camara. “De noche dormimos en el piso. Caminábamos y dormíamos. Caminábamos y dormíamos. Fue duro”.
Un hombre de unos 26 años, de Guinea, falleció, producto tal vez del agotamiento y de la sed, de acuerdo con Camara.
Hacia el sexto día ya no les quedaban bebidas al grupo y empezaron a tomar agua de un río. Se cruzaron con un panameño y su esposa que les vendieron algunas bananas por cinco dólares, dijo Camara.
Al salir de la selva, Camara se presentó a las autoridades de inmigración panameñas, que le dieron documentos de viaje que les permitían ir a Costa Rica, adonde llegaron en autobús. En Costa Rica se proponían hacer lo mismo para cruzar Nicaragua, pero escucharon que las autoridades nicaragüenses no eran muy amistosas y entonces Camara y un centenar de migrantes contrataron una lancha que rodeó ese país de noche, por la costa del Pacífico.
“Lo único que podíamos ver eran las luces de Nicaragua a la distancia”, comentó. Volvieron a tierra y cruzaron Honduras, Guatemala y México en automóviles, autobuses y a veces a pie, hasta llegar a Tijuana, en la frontera con Estados Unidos. Ya no le quedaba dinero, por lo que Camara pasó la noche en un refugio para migrantes.
El 20 de mayo se presentó en San Ysidro, al sur de San Diego.
“Dije: ‘Llegué, llegué. Vengo de África. Quiero ayuda’”, señaló.
Camara se quedará con un hermano en Filadelfia mientras se procesa su pedido de asilo.
da/i