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La cauta esperanza

Hace poco más de seis años, al terminar la elección presidencial y conocerse los resultados de ésta, yo estaba profundamente triste. Parecía que éramos incapaces de aprender de nuestra historia reciente: durante décadas nos quejamos del PRI, y cuando finalmente logramos que una opción diferente llegara al poder en el año 2000, la incapacidad de quienes gobernaron provocó ese temido retorno.

Si en 2000 nos llenamos de esperanza, ésta se fue transformando en desilusión (quizá fuimos los ilusos de los que Manuel Clouthier nos advirtió): desde la misma toma de posesión en la que Fox rompió el protocolo ya se advertía su superficialidad, su poco respeto por la investidura y la nula seriedad con la que se afrontarían los retos del país. Las muchas promesas fueron rotas, y su sexenio, conocido como el de la alternancia sin alternativa, fue otro período perdido; tan es así que el PAN mantuvo la Presidencia a duras penas para un segundo término (“haiga sido como haiga sido”). Si bien Calderón se distanció de las frivolidades de su antecesor, su pecado original lo llevó a buscar la legitimidad con base en la fuerza, en este caso, el uso del Ejército en la guerra contra la delincuencia organizada.

El balance de esos años no es halagador; es cierto que no se cayó en las recurrentes crisis económicas de fin-inicio de sexenio, pero los profundos problemas en otras áreas, sobre todo en seguridad, la falta de crecimiento económico, el incumplimiento en el combate a la corrupción (ningún pez gordo, ninguna víbora prieta o tepocata acabó en la cárcel), y la alineación del gobierno con lo peor de los poderes fácticos provocó un desencanto con la democracia en amplios sectores de la población. Tan es así que lo impensable ocurrió: el regreso del PRI al poder.

Aún ahora me parece increíble que quienes ayudaron a revivir al dinosaurio, tecnócratas del PAN y del PRI, se la hayan pasado acusando a López Obrador de querer regresar al pasado, cuando en realidad nunca salimos de él. Desde Salinas se nos dijo que ingresaríamos al primer mundo por la puerta grande, y sin embargo, parafraseando a Monterroso, cuando despertamos los grandes males seguían ahí: una corrupción rampante, una deuda pública creciente, la inseguridad brutal, la creciente concentración de riqueza y el aumento de personas en situación de pobreza, el uso de las instituciones para fines privados, el despilfarro (sobre todo en comunicación social), el enriquecimiento explicable de funcionarios y un largo etcétera.

Al momento de escribir esto, apenas ha terminado la ceremonia de transmisión de poder. Vimos a un presidente agradecer a su predecesor por no haber influido en la elección de manera tan grotesca como lo hicieron los dos previos; y luego, vimos a ese mismo presidente señalar con dureza los graves desaciertos de los últimos 30 años de los gobiernos neoliberales. A lo largo de su discurso hubo espacio para que quienes lo vimos transitáramos del acuerdo al desacuerdo y de regreso. Su discurso no fue complaciente, señaló los grandes rasgos de su política económica (quizá en donde haya mayores polémicas) y la dirección hacia la que quiere llevar al país.

Hoy, mi sensación es totalmente diferente. Estoy lejos de la alegría que sentí cuando perdió Labastida, pero también estoy apartado de esa depresión provocada por el triunfo de Peña Nieto. Quizá pueda decir que lo que siento es una especie de esperanza controlada; estoy lleno de dudas, de inquietudes, de cosas que no me gustan en lo mínimo, pero también estoy convencido de que era fundamental el cambio de rumbo: éste es un país de más de 120 millones de personas, no de unos cuantos; basta de que el destino de quien nace en pobreza sea morir en ella.

Debemos crear una nación para todos, en donde contribuyamos en la medida de nuestras posibilidades y obtengamos a cambio lo necesario para nuestro desarrollo: seguridad, salud, educación y oportunidades.

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da/i