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Un mundo cambiante

Inicio con una disculpa: esta columna no es complaciente el día de hoy. Vivimos en un mundo que cambia dramáticamente momento a momento. Lejos estamos de ese mundo en que vivieron nuestros padres y nuestros abuelos después de la segunda guerra mundial. Si bien la caída del muro de Berlín hace casi 30 años era para algunos “el fin de la historia” (Fukuyama dixit) ciertamente sí marcó el fin de la guerra fría y de la idea de dos superpotencias disputándose el control mundial. Parecería que, a partir de entonces, viviríamos la pax americana, un período de estabilidad monitoreada desde Washington, pero como decía al principio, éste es un mundo cambiante.

En este período vimos surgir a la Unión Europea como uno de los mayores bloques económicos, pero también la hemos visto tambalearse ante el resurgimiento de los nacionalismos y los movimientos de derecha que ven con recelo todo lo que huela a migración, lo que resulta terrible porque representa el abandono de una utopía. También han aparecido nuevos jugadores, como China, la nueva potencia económica, cuyos intereses se esparcen por todo el globo, y que resulta ser un misterio saber hacia dónde inclinará su poderío. Incluso tenemos el resurgimiento del antiguo bloque comunista, bajo una nueva cara, siendo dirigido desde Moscú, que busca medios de control y de guerra no convencionales, como la manipulación de las redes sociales. Los grandes factores de estabilidad están desapareciendo. La gran potencia, Estados Unidos, se está quedando aislada, y aunque sigue siendo el mayor mercado del mundo y la nación más potente en términos militares, su crisis interna es innegable, agudizada por un presidente incapaz de comprender de geopolítica o de economía.

Algunas otras cosas no han cambiado tanto: el desastre que es el medio oriente, sumido en guerra tribal tras guerra tribal, alimentadas por los diferentes agentes que buscan beneficiarse de la riqueza de la zona; la apabullante pobreza en África de la que nadie parece tomar nota; o de los coqueteos de América Latina que alternan con la democracia o con la dictadura. En México estamos empezando un experimento nuevo, en el que las formas del viejo régimen aún existen y hay resistencias por todos lados. Es demasiado pronto como para intentar predecir cual será el derrotero, pero es justo decir que estamos en aguas desconocidas.

A esto hay que sumarle dos grandes amenazas: la primera es el cambio climático, que por más que un puñado de políticos y de empresarios quieran ocultar, tiene efectos que están a la vista de todos; dada nuestra experiencia tratando de modificar la conducta de las personas a gran escala, los resultados se ven poco prometedores. Es muy desalentador ver a países como Brasil considerar su riquísima biodiversidad como un botín; o saber que incluso los acuerdos de París llegan tarde y son tan limitados.

La segunda gran amenaza es la guerra nuclear. No solamente naciones como Corea del Norte siguen avanzando con sus programas, sino que Rusia ha sido acusada por la OTAN de violar el Tratado de Fuerzas Nucleares Intermedias (INF) y Estados Unidos ha amenazado con salirse de ese acuerdo, lo que provocaría una nueva proliferación de este tipo de armas.

Probablemente no sea ésta la mejor época para tener estos problemas tan presentes; sin embargo, se vuelve fundamental no ignorarlos. Quizá apelando al espíritu de renovación debamos buscar soluciones a estas problemáticas y no solamente barrerlas bajo la alfombra. Ninguna ideología basada en el individualismo nos ayudará a salir adelante. Yo creo que es tiempo de inventarnos una nueva utopía. Y este es buen momento para hacerlo. Sigo convencido de que como especie tenemos esperanza, que hay más cosas que nos unen que las que nos separan, que los puentes son posibles, sobre todo si reconocemos que, en esta encrucijada, todos estamos expuestos. Finalmente, tenemos una gran ventaja evolutiva: podemos aprender de nuestros errores colectivos.

Nos leemos de nuevo en enero. Cuídense los unos a los otros.

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da/i