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Conflicto y beneficios

Las personas vivimos constantemente en conflicto, eso es una parte inevitable de la condición humana. Pero los conflictos son asunto de manejo muy delicado, porque tienen el potencial de desencadenar la violencia, en muy diversos grados, aunque también abren la posibilidad de que construyamos alternativas que a su vez abran la puerta a otras posibilidades de realización de las personas.

En ese sentido, la política es nuestro instrumento más desarrollado para transformar los conflictos, aunque a veces hagamos mal uso del mismo y terminemos empeorando las cosas. Pero cuando hacemos buen uso de la política, cuando nos abrimos a las perspectivas ajenas y reconocemos que el mundo es más amplio que nuestra propia imaginación, y nos disponemos a colaborar y a negociar, aumentan las posibilidades de que las circunstancias mejoren para todas las personas.

Claro que hacer un buen uso de la política es algo complejo, porque la política no es un asunto entre dos personas, sino que, dependiendo de la circunstancia, involucra desde decenas hasta millones de personas, cada una con su propia visión del mundo. Armonizar todo eso es una gran proeza.

Ahora bien, una parte de esa armonización implica decidir cómo repartir los recursos públicos, y decidir qué le toca a cada quien: cargas o beneficios y en qué proporción. Y esa decisión es, en última instancia, una cuestión de poder. Por cierto, por cargas me refiero a impuestos, sanciones, restricciones, mientras que los beneficios pueden ser apoyos financieros o materiales, una atención preferencial, etcétera. Todo ello llevado a cabo con recursos públicos, es decir, los recursos de todas las personas.

Así pues, el reparto de esas cargas o beneficios dependerá de lo que la sociedad va decidiendo a través de los mecanismos de la política, que no son solamente los que usan las organizaciones de gobierno, sino también la presión pública que se ejerce de todas las maneras posibles, incluyendo el uso de redes sociales.

De modo que la decisión sobre la manera de asignar esos recursos es el resultado, por un lado, de la cantidad de poder que cada grupo social puede ejercer en un momento dado, y, por el otro, de la legitimidad que la gran mayoría de los demás grupos sociales le reconoce a los intereses de cada grupo en particular.

No está de más hacer notar que cuando se le reconoce poca legitimidad a las demandas de un grupo, que además tiene poco poder, el resultado es que la demanda social se traduce en la solicitud de una represión indiscriminada hacia ese grupo, como ocurrió recientemente en el caso de las personas que estaban recogiendo gasolina de un ducto perforado en Tlahuelilpan, Hidalgo, a quienes otro sector de la población clasificó como huachicoleros merecedores de las peores desgracias.

Pero, aclaro, el hecho de que la mayoría de los grupos sociales decidan qué es legítimo y qué no, no necesariamente implica que dicha decisión es correcta, por un lado, porque el reconocimiento de lo que implica respetar la dignidad humana no es algo que se decide por mayoría de votos, y por otro, porque la evolución de la sociedad va redefiniendo lo que se considera como legítimo o ilegítimo conforme vamos comprendiendo mejor en qué consiste la dignidad humana.

Un ejemplo claro de eso es que no hace mucho tiempo se consideraba legítimo que un hombre violara a su propia esposa si ella se negaba a tener relaciones sexuales con él. Eso era considerado tan legítimo que hubo movimientos políticos que se opusieron con todas sus fuerzas para evitar que se reconocieran como un delito todas las variedades de lo que ahora conocemos como violencia intrafamiliar.

En el caso de quienes sufrieron la desgracia de Tlahuelilpan, me parece que deberíamos de tener la decencia de no juzgarles sin conocer sus circunstancias. Nuestra situación de privilegio, comparada con la de esas personas, no es, de ninguna manera, prueba de que somos mejores personas que ellas.

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@albayardo

JJ/I