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Apología del delito y concordia

Una comunidad entera abrazó a dos sujetos que le habían disparado a un edificio del gobierno la semana pasada. ¿Qué nos dice ello de nuestra sociedad tapatía? Los disparos los hicieron con un rifle de aire y rompieron cuatro vidrios. ¿Ello atenúa la responsabilidad de esos hombres?

Aunque ponderando sus consecuencias y el acto parezca mínimo, no se trata de un caso aislado en cuanto que ha habido en muchos pueblos de Jalisco ráfagas disparadas con armas de fuego en contra de edificios públicos, como presidencias municipales o comandancias de policía.

Arraigada en el sentimentalismo popular está la ostentación que tradicionalmente han presenciado los visitantes del palacio de gobierno de un ícono de tiempos definitorios de la mexicanidad: el hoyo hecho por una bala junto al reloj de la fachada. Cuenta la leyenda que un soldado de las tropas villistas hizo el disparo.

Es tan definitorio de nuestra sociedad aún a un siglo de tiempos revolucionarios que incluso hubo voces de protesta cuando un gobierno reciente restauró esa fachada y sustituyó el vidrio por uno sin hoyo. El gobierno acabó reponiendo el hoyo.

¿Por qué esa exaltación de la violencia, incluso gratuita? Nos enseñaron un himno nacional que ensalza la guerra y el sacrificio de los soldados por su patria. Dicen que es el himno más bello del mundo, pero a mí me suena a patrañas, porque no entiendo cómo un canto tan brutal y anacrónico puede competir con otros himnos que hablan de hermandad, de libertad.

Nos gusta la sangre. Pasa el gritón por los barrios voceando los crímenes y los accidentes cotidianos, es cuestión de poco tiempo para que se agoten los ejemplares vendidos a sobreprecio y el lector se encuentra con la decepción de encontrar una información que es casi la misma que pasó gritando el hombre.

Si una comunidad como la del conocido Pueblo Quieto fue capaz de acoger a dos transgresores de la civilidad que dispararon al edificio y defenderlos de la policía, agredir a los policías como lo hicieron, entonces estamos ante una manifestación colectiva de esa exaltación acumulada de la pendencia, de la destrucción, cuya más mínima expresión suele ser un arma de fuego.

Hace 40 años la gente andaba por las calles, sobre todo en los pueblos, con la pistola enfundada en un cinturón de cuero y no había intervención del gobierno hasta que las leyes lo prohibieron. Es un derecho tener armas para defenderse, pero ahora se necesita un permiso y restringieron el tipo de pistolas y rifles.

Hay algunas zonas del país donde todavía se puede encontrar a la gente del pueblo portando sus armas y todos están de acuerdo en que así sea, no se mete la Policía ni el Ejército porque ellos tienen ese pacto, se cuidan entre ellos y se arreglan entre ellos.

En un país donde la mamá azuza al niño: “Si te vuelve a pegar ese niño, yo te chingo”, estamos acostumbrados a buscar la confrontación en vez de la concordia.

En escenarios ideales la comunidad no acogería a quienes dispararon contra el edificio de la Auditoría Superior del Estado enalteciendo su simbólica violencia, pero tampoco los condenaría o confinaría automáticamente, sino que se preocuparía por ellos, por entender qué fue lo que los llevó a actuar de esa manera y así proponer medios de regeneración de su vínculo con la sociedad.

Eso sí, el primer paso sería entregarlos a los representantes de la autoridad y permitir que tuvieran un tratamiento digno y justo basado en las leyes, pero anteponiendo a la persona por sobre la letra.

Lo medular es que esa situación permisiva desde el entorno inmediato de quienes delinquen se replica en distintos momentos y en distintos sectores de la población, con diversas conductas, y eso está perpetuándolas.

Una administración de la justicia solidaria y compasiva sería a largo plazo la mejor opción para abatir la apología del delito.

@levario_j

JJ/I