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Privilegio

Los seres humanos creamos estructuras que dan orden al mundo a nuestro alrededor, y aunque dichas estructuras no son necesariamente un reflejo fiel del mismo, nos son en general muy útiles para entenderlo y navegarlo en el día a día. El problema que tienen estas estructuras es que tienden a volverse dogmáticas, dejamos de cuestionarlas incluso cuando se vuelve evidente que ya no son adecuadas para afrontar la realidad. Pero entonces cabe la pregunta: si estas estructuras dejan de ser eficaces ¿por qué las mantenemos? Hay varias razones para esto.

La primera de ellas es la existencia de una serie de mecanismos psicológicos que hacen que asumamos que nuestras creencias son correctas (¿hay alguien que piense que lo que cree está equivocado?). Kathryn Schulz, en su libro Being wrong, dice que “estar en lo correcto” en una de las grandes satisfacciones en la vida, y que darnos cuenta de que estamos equivocados es algo humillante, casi doloroso. No es extraño que incluso lleguemos a deformar la información que nos llega para tratar de mantener la ilusión de estar en lo correcto: son los llamados sesgos cognitivos.

Pero más allá de la sensación de sentirnos bien con nosotros mismos, hay otro tipo de beneficios que obtenemos y que de alguna forma se institucionalizan en la medida en la que más personas comparten esas estructuras sobre el mundo. A esos beneficios les llamamos “privilegio” y, al igual que en el caso de los mecanismos psicológicos, el privilegio tiende a ser invisible para quien goza del mismo: se da por sentado que el mundo es así, que es lo natural, y por lo mismo, cualquier persona que pretenda subvertir este orden es vista como una amenaza potencial. Es por esta razón que, cuando un grupo busca obtener los mismos derechos que otro, será atacado por el segundo, pese a que la igualdad no implique una pérdida: esto explica las reacciones tan fuertes en contra de movimientos como el matrimonio igualitario, los derechos civiles o los derechos de los migrantes, entre tantos otros; quienes se oponen, de alguna extraña manera, lo hacen porque sienten que pierden algo.

El privilegio puede provocar incluso que nos comportemos no solamente de manera absurda, sino peligrosa. La idea de que, por pertenecer a un cierto grupo en función de nuestra religión, nuestro género, el color de nuestra piel, nuestra nacionalidad o nuestro ingreso económico, somos fundamentalmente mejores que los demás y que, por lo mismo, nos merecemos un trato diferenciado, es profundamente equivocada; esa es la raíz de todo tipo de odios, de desprecios y de prejuicios.

Actualmente estamos viendo las consecuencias del privilegio y de que algunas personas intenten mantenerlo a toda costa. El ataque terrorista en contra de musulmanes perpetrado en Nueva Zelanda es el ejemplo del miedo irracional a “los invasores” que atentan en contra de “la supremacía blanca” está basado justamente en esta idea del privilegio perdido. Los aprendices nazis de Charlottesville que hace un par de años gritaban “los judíos no nos reemplazarán” son un ejemplo chocante de lo mismo.

Ahora en México no nos quedamos muy atrás, no sólo por el clasismo rampante, sino por la violencia de género que está alcanzando niveles epidémicos. Si nos horroriza la matanza de 49 personas en Christchurch, podríamos considerar que cada semana muere el mismo número de mujeres por feminicidios (El País estima que durante 2018 en México cada día fueron asesinadas siete mujeres). Y detrás de la violencia en contra de las mujeres de nuevo se encuentran las nociones torcidas del privilegio (“la maté porque era mía”), de considerarlas como posesiones u objetos al servicio de los hombres. El País tiene una página dedicada al tema que recomiendo visitar: https://elpais.com/especiales/2017/feminicidios-en-mexico/#

Hace falta que nos miremos largamente en el espejo y aprendamos a desmontar críticamente nuestros propios privilegios que impiden que vivamos de manera justa y equitativa en sociedad: eduquemos en la igualdad de derechos.

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da/i