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Soy un arqueólogo campirano

Jalisco. En la zona arqueológica de Guachimontones, Teuchitlán; se siente muy comprometido con la región Occidente ( Foto: INAH)

Aquel día, el arqueólogo subió a la cima de Las Águilas para hacer lo que en arqueología clásica se llama una exploración de superficie. Llevaba consigo dos pequeños aparatos similares a una brújula: un barómetro, para medir la presión atmosférica y, a partir de eso, saber  la altitud sobre el nivel del mar; también un viejo podómetro, para contar los pasos andados y tras ello constatar la presencia de un observatorio prehispánico que se yergue en el corazón de la sierra Occidental de Jalisco, allá “por donde uno ha creído a veces… que nada habría después…”, como escribiera Rulfo.

Para llegar al sitio es preciso caminar aproximadamente 30 minutos por una pendiente de tierra, sobre una elevación que forma parte de una pequeña cordillera separada de las montañas. Entonces, aparece una secuencia de rocas monumentales, similares a las de Stonehenge, en Gran Bretaña, “formaciones de origen volcánico”, precisa el arqueólogo, luego de observar minuciosamente el terreno a donde se presume que los antiguos habitantes de la región subían para venerar a sus dioses y a observar el recorrido del Sol.  Luego recoge un par de rocas y algunos tepalcates, y hace mediciones frente a aquellos monolitos de cuatro a cinco metros de altura.

Con casi 80 años y más de 50 como arqueólogo-investigador en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Otto Schöndube Baumbach, tapatío de ascendencia germana, demuestra paso a paso que “la buena arqueología se hace con los pies, en el lugar de los hechos, viendo el espacio, intuyendo la vegetación y el clima, e imaginando la época que se estudia”.

Eduardo Matos Moctezuma, su colega más destacado en México, lo describe como  “un arqueólogo integral, de campo, que va, busca, excava, limpia, interpreta y difunde”. Él, en cambio, se considera  simplemente un “arqueólogo campirano”, orgulloso de su “nacionalismo lugareño”.

Prófugo de la carrera de ingeniería mecánica, que comenzó en la Universidad Iberoamericana, en la que también tomó clases de teatro “para perderle el miedo a la gente”, completó su formación universitaria como antropólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), en la que trabó amistad y destino con grandes ejemplares de esa disciplina: aprendió de Pedro Armillas, abrevó en la enseñanza de Alfonso Caso, acompañó en campo a Román Piña Chan,  sufrió y amó a José Luis Lorenzo.

Sus comienzos están estrechamente ligados a la fundación del Museo Nacional de Antropología (1964), al que se incorporó, aún estudiante, en el departamento de Museografía; después trabajó como curador de las colecciones de la Sala de Occidente y como parte del equipo que trasladó las piezas del antiguo Museo Nacional, de la calle de Moneda, a su actual sede en Paseo de la Reforma; hizo excavaciones en Teotihuacán con Piña Chan y juntos exploraron el Cenote Sagrado en Chichén Itzá, en la década de los 70, donde dice con modestia que participó como “sapo a la orilla del pozo”, porque sufría de claustrofobia y nunca aprendió a bucear; sin embargo, recuerda los recorridos de superficie alrededor del cenote de los mayas y la catalogación de los objetos encontrados, que constituyeron una experiencia inolvidable y una de sus primeras aportaciones a la conservación del patrimonio cultural prehispánico, que lo marcó para siempre.

Origen y pasión

Los orígenes de Otto Schöndube se remontan a principios del siglo 20, cuando su abuelo paterno, Enrique Schöndube, llegó a México representando a empresas alemanas. “Trabajaba en cosas de electricidad e introdujo el agua potable en Oaxaca”, refiere su nieto; luego adquirió una hacienda en Tonila, Jalisco, a las faldas del volcán de Colima, y le puso La Esperanza.

 Tras la Revolución, los Schöndube perdieron la hacienda y el papá de Otto tuvo que emigrar. “Mi padre, con sus  conocimientos de campo y de los procesos del azúcar, consiguió trabajo en el ingenio de Tamazula”. Por eso, pese a haber nacido en Guadalajara, el 13 de diciembre de 1936, Otto fue llevado en brazos a Tamazula, y allí se crió, corriendo entre los fierros del batey y los cañaverales.

Pero la pasión de Schöndube por la arqueología viene del lado materno. En broma, algunos de sus colegas dicen que Otto estudió arqueología porque de niño sus padres no lo dejaban jugar con tierra, habiendo crecido, para colmo, en el campo; sin embargo, su versión es un poco más compleja y  revela que el gusanito le nació a través de las historias que le contaba su abuelo Rodolfo Baumbach, otro alemán que llegó a Tabasco a principios del siglo 20, y que  gustaba de coleccionar lo que encontraba en las labores del campo; “una vez estando en Colima —allá por los años 40—, conoció a Isabelle Kelly, aquella dama norteamericana que estudió el Occidente de México con pala y pico, en una época en que la arqueología no era un oficio para las mujeres”.

El abuelo Baumbach le narraba esa historia sin darse cuenta que sembraba una semilla; curiosamente el tiempo maduró un arqueólogo, hoy imprescindible para el estudio de las culturas del Occidente de México.

Las raíces alemanas también jugaron un papel importante en la vocación de Otto. “En parte fue también mi ascendencia alemana y saberme, digamos, una persona de dos culturas, y el tratar de entender qué soy ¿más mexicano?, ¿más alemán?, ¿qué soy? Y así me fui preguntando por el pasado. También, inconscientemente escogí la arqueología porque pensaba: los arqueólogos trabajan con muertos y los muertos no dan guerra”, dice, soltando una carcajada.

Un “nacionalista lugareño”

Otto Schöndube es un enamorado de su tierra, se declara “con una especie de nacionalismo lugareño”, pero reconoce que el sistema centralizado del INAH de los años 70 le permitió conocer a las grandes figuras de la arqueología y trabajar junto a ellos en muchos lugares; recuerda que de todos sus maestros de la ENAH aprendió mucho, y a pesar de haber trabajado en sitios grandiosos como Chichén Itzá o en la monumental Teotihuacán, no olvidó nunca el valor del patrimonio de la región de Occidente, donde ha echado sus raíces, al lado de Elisabeth, su compañera inseparable; y donde continúa abriendo museos comunitarios, dando clases o conferencias en distintos foros e instituciones, hasta en rancherías; cuidando cotidianamente la colección arqueológica del Museo Regional de Guadalajara, en el que la sala de arqueología lleva su nombre.

Otto Schöndube se  mantiene activo, lúcido, entusiasta. Declara que se siente satisfecho con lo que ha logrado. “Mi edad ya no me permite excavar”, dice con sencillez y sin asomo de nostalgia. No obstante, lo mismo da clases a los alumnos de Antropología de la Universidad de Guadalajara, con quienes realiza excursiones a la zona arqueológica de Guachimontones, que colabora con instituciones locales como la Sociedad de Geografía, la de Ciencias Naturales, el Colegio de Jalisco, o escribe artículos para diversas publicaciones.

Entre sus numerosas colaboraciones, llama la atención una que es completamente ajena a la arqueología: Zafra (2000), una colección de retratos en blanco y negro dedicada a los cortadores de caña de Tamazula, en la que comparte créditos con el periodista Ciro Gómez Leyva y la fotógrafa Ana Lorena Ochoa. Una obra -dice- muy cercana a sus raíces y a su afición por la fotografía.

En 2011 recibió un reconocimiento internacional en el marco de la Feria del Libro de Guadalajara, por su contribución a la conservación de la arquitectura prehispánica de Occidente. “Un hombre excepcional, clave en la difusión de la ciencia”, le dijeron entonces, donde por caprichos del destino o designio de los dioses, en un auditorio Juan Rulfo repleto y en la feria dedicada a Alemania, se le rindió homenaje a un ‘mexicano muy alemán’ vecino del valle rulfiano.

Este año, hace unos meses, el INAH lo declaró Profesor-Investigador Emérito por sus más de 50 años de trayectoria académica, la cual –dice- no piensa concluir todavía: está pensando en reunir una antología de su obra y reorganizar y digitalizar su archivo fotográfico.

Con casi ocho decenios a cuestas aún tiene otro proyecto antropológico por realizar: una expedición a Ixtlahuacán, por el rumbo de Colima, acompañado de un biólogo o un botánico, para constatar en campo la permanencia de las especies que encontró en una relación herbolaria del siglo 18, que describe plantas medicinales y comestibles de la región, y poder hacer con eso una publicación ilustrada, y además, “pasear, seguir disfrutando de la buena comida, caminar por el campo, gozar de un cielo despejado o lleno de nubes, y de ir al mar, aunque sólo sea para oír las olas”.

La buena arqueología se hace con los pies, en el lugar de los hechos, viendo el espacio, intuyendo la vegetación y el clima, e imaginando la época que se estudia

Me gusta mirar y estudiar no sólo las ruinas, sino los recursos que hay alrededor, el paisaje; escuchar a los cronistas, a los viajeros, las historias de la gente local, que pueden estar llenas de fantasías, pero creo que cada quien tiene derecho a tener sus fantasías, y esas también son parte del entorno y de las historias orales de los pueblos

Me gusta defender el patrimonio cultural que hay en el Occidente de México, porque aunque no se trate de monumentos grandiosos como los de los mayas o los teotihuacanos, el que no sean enormes no quiere decir que no tengan valor patrimonial

Otto Schöndube, Arqueólogo

80 años de edad cumple en 2016

50 años dedicado a la arqueología

10 publicaciones

1 sala del Museo Regional de Guadalajara lleva su nombre

Para saber:

Fue nombrado Profesor-Investigador Emérito por el INAH en diciembre de 2012

 


PHM / I