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María festeja en familia 116 años

Compañía. María posa con su bisnieto Santiago durante la reunión familiar. (Foto: Fernanda Carapia)

Apoyada en su bastón, María Félix Nava platica afuera de su casa con unas personas. Su rostro, llenos de arrugas, revela que es mayor, pero su edad pocos la imaginan: casi 116 años.

María está, quizá, entre las cinco mujeres más longevas del mundo. El libro Guinness de Récords da ese título a la italiana Emma Morano, quien nació el 28 de noviembre de 1899.

De acuerdo con una lista del grupo de investigación en gerontología de Estados Unidos, debajo de Morano está la jamaiquina Violet Brown, quien nació el 10 de marzo de 1900, seguida de Nibi Tajima, de Japón, cuya fecha de nacimiento es el 4 de agosto de 1900; María nació el 20 de julio de 1900, aunque su nombre no figura en esa lista.

No tiene un acta de nacimiento pues, afirma, la Revolución Mexicana, la Guerra Cristera y otros enfrentamientos del siglo pasado acabaron con los archivos, pero se pudo comprobar su edad, la cual está anotada en su credencial de elector. A principios de 2008, cuando hizo el trámite, tenía 107 años.

El silencio de la calle se rompe cuando María suelta una carcajada y sus ojos, que casi no ven, se iluminan al mismo tiempo de que salen de su boca unas palabrotas, como ella les dice.

“Toda mi vida las he dicho, así soy yo, ya no voy a cambiar, ya voy para 116 (años)”, afirma, aún con la sonrisa en el rostro y mientras despide a quienes le hacían compañía.

Ingresa a su casa. En el patio, sus nietos y bisnietos prenden el carbón para asar la carne.

Debajo de su mandil rosa a cuadros, María trae puesto un vestido negro. Su pelo, bien peinado, parece de hilos de plata perfectamente bien amarrados. La ocasión lo amerita.

“En la mañana me hicieron mi misa, a las 8, madrugamos y le fuimos a dar gracias a Dios porque me ha dejado vivir tanto”.

La querían llevar en carro, pero ella se negó, pues todavía puede andar.

El tono de su voz cambia cuando oye hablar de Celeste, hasta el momento su única tataranieta.

“¿Dónde está mi gordita?”, le pregunta a su bisnieto, quien le informa que la niña salió un momento de la casa, pero no tarda en llegar.

Cuando la pequeña arriba, María le extiende los brazos y la niña, un poco avergonzada, se acurruca en ella y le da un abrazo.

Poco a poco, el patio de la casa se llena con la familia de su hija Cuquita, la única de sus 10 vástagos que vive con ella.

El olor de la carne y el chorizo cocidos al carbón inunda el ambiente. Se empieza a salivar. Llega el momento de comer.

“¡Ay Dios!, me sirvieron como para un regimiento”, afirma María cuando le acercan su plato con frijoles, nopales y un pedazo de carne.

Pide una tortilla y estira la mano para alcanzar el molde con la salsa y pasa sus dedos en busca de una cuchara; cuando la encuentra, le pone una buena ración a su plato para que sepa.

Antes, cuando era una niña y los villistas le arrancaron a sus padres, se alimentaba de lo que el campo le daba: quelites, verdolagas y todo tipo de hierbas que se desatoraba con un buen trago de agua de río.

María se distrae un poco mientras come para confirmar que ha llegado el terror de la familia: Santiago, quien tiene apenas 2 años.

“Pero es un cabrón, es un demonio”, afirma con un gesto de ternura.

Santiago corre al regazo de su bisabuela y se hunde entre la ropa, para luego darle un beso, persignarla y empezar con sus travesuras.

María no dice mucho, en ocasiones vacila con sus bisnietas, pero luego vuelve a enmudecer. En su rostro se refleja que disfruta escuchar los gritos y la música.

Creció sola, sí tiene familia, dice, pero quién sabe dónde está, con las guerras todos se perdieron. Será por eso que le gusta recibir visita y pensar que son el tío, el primo o el hermano que tuvo, pero no conoció.

“Me gustaría echarme un buen baile, pero como los de antes, no como ahora”,  interrumpe sus pensamientos.

No obstante, su cuerpo se mueve al ritmo de la música, es reguetón; sus rodillas se doblan y estiran y sus hombros se sacuden en perfecta sincronía.

El miércoles, el mero día de su fiesta, autoridades y amigos le han dicho que irán a visitarla para llevarle comida, pastel y, lo mejor de todo, música.

“Ese día sí me voy a poner a bailar y me voy a tomar una cervecita, por qué no, siempre me ha gustado eso”, afirma con una sonrisa pícara, igual a la de una niña que planea su travesura.

 

DN/I