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La tranquilidad se va a gotitas

Tardé semanas en conciliar el sueño.

Es más, durante por lo menos 15 días, guardé unas tijeras debajo de la almohada.

Cualquier ruido ajeno me despertaba.

Todo ello ocurrió después de la única vez que han entrado a robar a mi casa.

Nosotros, como suele ocurrir en estos casos –y como la gente luego intenta alentarte–, no estábamos ahí. Habíamos salido un sábado a hacer todos los pendientes semanales.

Está de más tratar el asunto de las pérdidas materiales.

Nuestras casas –propias, rentadas o prestadas– dejan de ser, en algún momento, sólo un conjunto de ladrillos, de cortinas, de losas, y pasan a contener nuestras vidas enteras, no nada más nuestros bienes muebles.

Esa vivienda, grande o pequeña, resguarda nuestros recuerdos, nuestras historias; guarece a la gente que amamos, procuramos; a quienes nos acompañan en la vida. Llega un instante en el que los techos y las paredes son una cueva, un espacio para el remanso de un día cansado, el refugio en el que podemos apaciguar nuestras inquietudes.

Y un día cualquiera, sin más, por la disrupción de ladrones, de delincuentes, eso se termina. Muere un poco (o un mucho, según las secuelas que nos dejan).

Ese día, aquél en el que se metieron a robar, no consumió mi atención lo que se habían llevado, lo que ya no estaba.

En cambio, lo hizo lo que sí había.

Cuando subimos las escaleras para llegar a la planta alta, en el piso, como película chafa de terror, había gotas de sangre.

Pequeñas, espaciadas, consistentes; rojo vivo en el centro, tinto en las orillas, víctimas a su vez del aire que las hacía que ya comenzaran a secarse. Esa misma sangre dejó manchones en las paredes del estudio, apenas rozones. Esa misma sangre estaba en mi ropa, pues el ladrón abrió cajones para revolver en búsqueda, supongo, de dinero o de joyas, lo que por cierto no encontró. Esa misma sangre ensuciaba las cortinas de la recámara principal, cuya ventana daba a la calle. Esa misma sangre adornaba el muro del patio trasero, por donde el sujeto en cuestión había llegado y se fue. Esa misma sangre también se quedó en la puerta principal, por dentro, pues el intruso puso el seguro para que, cuando llegáramos, no pudiéramos abrir desde afuera.

Esa imagen me hizo llorar ese día. No la falta de cosas. Me hizo llorar lo que representaba que la sangre de no sé quién hubiera quedado como vestigio de esa intromisión violenta.

Lo peor es que, tras llamar a la policía municipal y llegaran a levantar el reporte, y nos indicaran sobre el levantamiento de la denuncia ante las autoridades estatales y vivir el viacrucis de hacerlo, nos indicaron que no limpiáramos, pues al día siguiente se realizarían las diligencias correspondientes para tomar huellas y muestras de esa sangre que, en ese momento, nos inquietaba tanto.

Así, medio dormimos ese día, acompañados de una presencia más bien psicológica, con un cuidado permanente, como si se tratara de no inquietar lo que el o los ladrones habían dejado de sí en nuestro espacio, nuestra cueva, nuestro hogar.

Peritos y agentes ministeriales llegaron como nos dijeron en la víspera. Tomaron fotos, preguntaron, nos dieron indicaciones, vaciaron polvo finísimo en las ventanas y los cajones para rescatar las huellas extrañas. Y capturaron las gotas de sangre en pequeños muestrarios, como en la clase de química de la secundaria.

En cuanto se fueron, me puse unos guantes de plástico y, con un trapo, limpié pisos, puertas, paredes y cortinas. Agarré mi ropa y, sin discriminar, la eché a una bolsa de plástico que terminó en la basura. Tiré también el trapo. Tomé uno nuevo, limpio, y repetí la operación.

La sangre ya no estaba. Nuestra tranquilidad, tampoco.

Las tijeras debajo de mi almohada me dieron un poco de serenidad.

Irónicamente.