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Espionaje y derecho a la intimidad

A los casos de violencia (mayo es el mes más violento de la historia reciente), la corrupción y la impunidad (y no digamos el mal gobierno en todas sus facetas y de cualquier origen partidista), ahora se suma el asunto del espionaje. El multicitado artículo de The New York Times, publicado el 19 de junio, levantó la tapa de una cloaca nauseabunda y de origen –hasta ahora– incierto: “No hay pruebas definitivas de que el gobierno sea responsable”; en todo caso, no hay pruebas de cuál gobierno es responsable.

Pegasus, de la empresa israelí NSO Group Technologies, es el nombre del software que se instala en los teléfonos inteligentes de los sujetos objetivos del fisgoneo. Este programa está diseñado para espiar a los grupos delictivos que amenacen la seguridad nacional, acción válida para los trabajos de inteligencia y esenciales para el combate a estos grupos, siempre y cuando se apeguen a los principios judiciales establecidos en la legislación.

El espionaje es una actividad presente en la humanidad desde tiempos prehistóricos. La infiltración de topos, la actividad de contraespionaje, no es privativo de los gobiernos, sino también de empresas, comunidades y crimen organizado. La idea de traición o deslealtad está presente en las relaciones entre grupos humanos y estará presente porque es nuestra condición humana. En la Segunda Guerra Mundial, en Francia se solicitaba la cooperación de todos los ciudadanos luego de que se fijaron anuncios por todos lados con el mensaje: “Cállese, el enemigo siempre está escuchando”.

El espionaje no nos sorprende, pero sí nos indigna; en particular cuando los objetivos del acecho son periodistas y personas no gratas para algunos gobiernos o por ser denunciantes y defensores de los derechos humanos. La intervención en comunicaciones se puede dar como lo establece la legislación.

El artículo 16 constitucional dispone muy claramente, en sus párrafos 13 y 14, que “las comunicaciones privadas son inviolables” (13) y que sólo la autoridad judicial federal “a petición de la autoridad federal que faculte la ley o del titular del Ministerio Público de la entidad federativa correspondiente, podrá autorizar la intervención de cualquier comunicación privada” (14). Y claro, se “deberá fundar y motivar las causas legales de la solicitud, expresando además, el tipo de intervención, los sujetos de la misma y su duración”. Sólo falta sancionarla.

Las licencias del uso de software y hardware para el uso de Pegasus, compradas por algunas instancias gubernamentales, fueron adquiridas con dinero público. Por el monto pagado se puede rastrear el comprador. Pero claro, como una relación extramarital, la oficina de gobierno responsable de dar cuenta de ello lo negará y evitará dar cualquier información, aduciendo “seguridad nacional”.

Y, mientras tanto, la comunidad de periodistas, de luchadores sociales y activistas de derechos humanos en nuestro país estarán pendientes de abrir cualquier mensaje o correo electrónico sospechosos por temor a ser incluidos en el abominable y selecto grupo de vigilancia.

La actividad de espionaje no terminará por decreto ni por arte de magia. La transgresión de la intimidad por medio de escuchas telefónicas o intercepción de correos electrónicos por motivos políticos debe ser considerado una prioridad por la comunidad periodística e intelectual del país. El derecho a la intimidad no sólo representa una expresión profunda de la dignidad de las personas, sino que también es una columna primordial e imprescindible en que se sustenta nuestra incipiente y tambaleante democracia.

Tal parece que quienes se dedican al periodismo en el país –sin duda, la labor más letal de México– tendrán que concordar con la frase de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”, lo cual sería muy lamentable.

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JJ/I