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Los hijos de la violencia

Frente a mi casa sembré en el camellón, hace siete años, un par de hermosas ceibas. Eran pequeñas. Actualmente rebasan los 3 metros de altura. Regalan flores que combinan el rosa con blanco y cada año sueltan cientos de semillas envueltas en fibras algodonosas. De sus verdes troncos sobresalen docenas de espinas, que parecen un raro adorno. Son árboles considerados sagrados por diversas culturas. Son una bendición.

El domingo se acercaron a los árboles tres niños que salieron de una casa cercana. Empezaron a patearlos, luego a arrancarles las espinas, entre risas. Les pedí de lejos que no lastimaran las dos especies. Fingieron hacer caso. Otra persona les reiteró que dejaran de destrozarlos. Se burlaron y continuaron. Finalmente se retiraron a la finca en que se organizaba una fiesta, para luego regresar. Me dirigí al camellón a exigirles que no dañaran las ceibas. Ironizaron, pero dejaron de hacerlo. Salió la mamá de uno de ellos a decirles que volvieran. La desdeñaron. Niños agresivos, retadores, destructores. Tienen unos 6 años.

He visto muchas ocasiones a niños, niñas y adolescentes cuyos padres no ejercen ni ejercieron su autoridad sobre ellos. Nunca les pusieron límites. Los dejaron hacer y deshacer. No los educaron. No los acompañaron amorosamente en su desarrollo personal. En unos casos se concretaron a proporcionarles alimentación, casa y sustento; en otros, ni eso. Los dejaron a su suerte. Algunos que conocí en su infancia ahora que son adolescentes sospecho que están involucrados en un grupo delictivo. Nadie les marcó un alto y, sin que sea el único factor que influyó, pero sí importante, actualmente cometen ilícitos de distinto tipo. Tuvieron padres y madres alcahuetes. Abandonadores.

Afortunadamente no sucede así con todos. Muchos otros recibieron formación, cariño, atenciones, educación. Pienso en eso luego de que ayer regresaron a clases más de 25 millones de alumnos de educación básica en el país. A esa enorme población de niños y adolescentes la atienden 1.2 millones de profesores en casi 225 mil escuelas. Son alumnos de preescolar, primaria y secundaria que pasan de tres a seis horas diarias, de lunes a viernes, en las aulas. Acompañarlos en sus aprendizajes exige de los docentes un excelente perfil que combina desde conocimientos pedagógicos, didácticos, pericia en la materia, sólida formación humanista, pasión por la docencia, grandes dosis de paciencia y aprecio por los chamacos.

En los tiempos actuales los profesores de educación básica enfrentan más desafíos. Reciben estudiantes agresivos que lastiman a otros alumnos o maestros, que destruyen los baños, se roban objetos, atacan a las niñas, insultan, roban dentro y fuera del plantel.

Son los hijos de la violencia. La que observan en sus padres o en su entorno, la que consumen a través de medios de comunicación. Hijos de un México en que la violencia está en las calles, en los hogares, en las escuelas, en las oficinas, en los parques. Son víctimas de la violencia. No lo saben. La violencia está normalizada en su contexto, en su mundo cotidiano.

Un profesor me contó cómo en su escuela secundaria de Zapopan interviene en casos de adolescentes que cargan navajas, que arman tremendos pleitos afuera del plantel, que abandonan los estudios, que tienen graves rezagos educativos, que delinquen, olvidados por sus padres y por la sociedad. Otros maestros cuentan cómo les exigen a ellos, tanto mamás como papás, lo que no hacen éstos en sus casas: formarlos como buenas personas. Hay un abandono en el país de los niños, niñas y adolescentes; en sus hogares y en las dependencias públicas. Sus padres los consideran una carga, un estorbo, un problema. Y se los endilgan a los profesores, de por sí atiborrados de trabajo. Hay un vacío en la atención a la mayoría de estos alumnos. Son los hijos del desdén familiar e institucional.

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JJ/I