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Sistema Nacional Anticorrupción

La corrupción en nuestro país es un flagelo que venimos arrastrando a lo largo de nuestra historia nacional. El fenómeno es tan avasallador que en el Índice de Percepción de la Corrupción 2016 de Transparencia Internacional (TI) ocupamos el lugar 123 de 176 países evaluados. Tan es así que esta calificación nos sitúa en el último lugar de los países de la OCDE. También México es el primer lugar de entre los países latinoamericanos donde más de 50 por ciento de los encuestados afirman haber recurrido al soborno para acceder a un servicio público. Ésa es nuestra realidad inmediata y actual.

Desde varias trincheras, diversos grupos de ciudadanos preocupados por las enormes cantidades monetarias destinadas a este fin; a la impunidad con que políticos, gobernantes y otros funcionarios públicos –desde el ámbito municipal, pasando por el estatal y hasta el federal– han sido beneficiarios de un sistema político, jurídico e institucional frivolizado; y ante la preocupante ausencia de transparencia y rendición de cuentas de funcionarios públicos, se dieron a la tarea de presionar al gobierno para que se constituyera lo que ahora se conoce como el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA).

Después de salvar varios escollos, por fin el 27 de mayo de 2015 se promulgó la reforma constitucional en materia de combate a la corrupción y se echaron a andar los cambios constitucionales, legales e institucionales (el 18 de julio de 2016 se publicaron las leyes secundarias del SNA), que debieron culminar el 19 de julio de este año con la entrada en vigor del sistema. A pesar de que la mayoría de los congresos locales de las entidades federativas aprobaron las modificaciones jurídicas obligadas, algunas instancias se han visto reacias a cumplir con el mandato constitucional.

Y no es de sorprenderse: como se mencionó al principio sobre la situación de la corrupción en nuestro país, que la misma clase política, involucrada hasta la médula de un sistema que la ha enriquecido y del cual ha salido impune (salvo muy raras excepciones), ocasiona que camine con pies de plomo el mandato para implementar el mencionado sistema.

Para estas fechas, el Senado debería haber nombrado ya un fiscal anticorrupción, pero ante la ausencia rotunda de una voluntad política para hacerlo, aduciendo un sinfín de argumentos insostenibles, y ahora inmersos en pleno proceso electoral, no se ve para cuándo. Parece que a los legisladores no les cae el veinte que la corrupción en nuestro país representa entre 9 y 10 por ciento del producto interno bruto; esto es, los mexicanos destinamos de nueve a 10 pesos de cada 100 para sostener la corrupción. Una cifra nada halagadora para quienes deseen invertir en México.

Ante la evidencias del daño a la economía, se puede afirmar que uno de los puntos que se tocará en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) será que Estados Unidos presionará para que sea nombrado el fiscal. Si uno de los obstáculos para nombrar al zar anticorrupción era que el procurador general de la República, Raúl Cervantes Andrade, pudiera ser designado en automático titular de la fiscal general de la República, con su renuncia se destraba el nudo gordiano engendrado en este trance.

Las bases para edificar un proyecto institucional anticorrupción en nuestro país, necesario para mejorar la calidad de la democracia en México y para conformar una sociedad más justa, ya están sentadas; por desgracia, mientras existan políticos que antepongan sus prioridades electorales partidistas será imposible echar a andar este sistema anticorrupción tan deseado por muchos. No basta con implementar estas instituciones si nuestra clase política está empecinada en mantener un statu quo cimentado en la impunidad.

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JJ/I