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Candidato(a)s independientes, sin piso parejo

Sigo con el tema de los independientes porque se trata de un asunto fundamental si lo que pretendemos es construir un sistema político democrático. En este espacio se ha escrito que el derecho a “votar y ser votado” está consagrado en la Constitución; que bajo presión internacional, la partidocracia se vio obligada a introducir en la reforma política de 2014 la restitución de este derecho a los ciudadanos. También se dijo que lo hizo de las peores maneras.

Por una parte, convirtió las aspiraciones de los ciudadanos de a pie de conseguir una candidatura en un verdadero calvario debido a una serie de trámites burocráticos, pero particularmente por la cantidad de firmas de apoyo que deben conseguir como avales a su candidatura. Y por otra, ofreció una salida cómoda para aquellos políticos profesionales que, ante la imposibilidad de ser designados por sus organismos partidarios, renuncian a su militancia y se transmutan candidatos independientes. Se dijo que la distancia entre ambos es abismal, pues estos últimos arrastran tras de sí el apoyo y la estructura de sus antiguos partidos.

Sólo hay una cosa en que los independientes espurios se asemejan a los legítimos, en que a diferencia de los candidatos designados por los partidos políticos, ambos tienen que bregar para cumplir puntualmente con el requisito de las firmas: 866 mil 593 para la Presidencia, 2 por ciento de la lista nominal de sus respectivos estados para el Senado, mismo porcentaje para diputados federales respecto a su distrito.

De entrada, y esto es algo que ha sido señalado con la contundencia que se requiere, la obligación de los aspirantes a una candidatura de cubrir una cuota de firmas entraña una profunda inequidad en la competencia electoral que pone un serio obstáculo a su viabilidad. No se puede hablar de piso parejo cuando los independientes deben cubrir el requisito de apoyo ciudadano materializado en la firmas, mientas los candidatos de partido solamente requirieron de la bendición de sus dirigencias. La diferencia entre ambas candidaturas no es sólo formal, sino que expresa una inequidad brutal cuya única manera de resolverla sería la de exigir a los candidatos de partidos los mismos requisitos que se imponen a los independientes.

Sin embargo, no aprecio en el debate sobre las firmas, que en los días recientes se ha colocado en la agenda mediática, a nadie que esté formulando esta reclamación. En efecto, algunos de los aspirantes a la Presidencia han externado las enormes dificultas que afrontan para cumplir con la exigencia de las firmas. Aluden al breve lapso, pero sobre todo han enfocado sus críticas a los problemas derivados de la aplicación digital que el INE implementó para llevar a cabo la recolección de firmas.

La mayoría insiste en magnificar sus deficiencias técnicas, pero otros han señalado que la mera aplicación entraña una profunda discriminación. Argumentan que en un país en el que una minoría tiene acceso a los dispositivos digitales, los sectores de población más vulnerables se encuentran imposibilitados de manifestar su apoyo. Es el caso particular de Marichuy, la aspirante del Consejo Nacional Indígena.

Pero más allá de la aplicación, hay un aspecto que no ha sido debatido y es el de la existencia misma del requisito de la firmas. No se advierte en la exigencia de la legislación una argumentación racional que justifique su descomunal cuota. En Alemania, al candidato independiente se le exigen 200 firmas. En Chile, 0.5 por ciento de los que sufragaron (no la lista nominal). En el estado de Maine, entre 4 mil y 6 mil. En Irlanda, solamente 30. La pregunta es ¿por qué el legislador estableció una cifra tan monstruosa e irracional? Y otra, ¿por qué los independientes la aceptan sumisamente?

¿Qué acaso no ha quedado claro que el piso no está parejo?

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JJ/I