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El miserable salario mínimo

Salario mínimo al presidente, pa’ que vea lo que se siente
Consigna popular

“No se trata de un ajuste menor”, festinaba el presidente Peña Nieto al anunciar el incremento del salario mínimo que pasaba de 80.04 a 88.36 pesos diarios, es decir, un incremento de 8 pesos y 32 centavos. El anuncio lo hizo el pasado 21 de noviembre en el marco del evento Fortalecimiento del Empleo, ante una audiencia conformada por las cúpulas empresariales y líderes sindicales, justo un día después de la conmemoración del 107º aniversario de la Revolución mexicana. La casi coincidencia de las fechas no resulta superflua, sino por el contrario, refleja el devenir de la gesta revolucionaria que enarbolaba la justicia social como bandera de lucha y que con los sucesivos fracasos de los gobiernos emanados de su inspiración, se ha convertido en una grotesca caricatura.

Zapata y Villa, paladines de la reivindicación justiciera, cayeron abatidos por las balas de quienes se hicieron gobierno, y el postrer intento realizado por Lázaro Cárdenas fue drásticamente desmantelado por el conservadurismo y sepultado bajo la directriz de la “institucionalización revolucionaria” encabezada por el cachorro Miguel Alemán. Bajo esta premisa, no resulta difícil imaginar que el derecho a un salario digno establecido en el artículo 123 constitucional, que en sus texto original señalaba que “el salario mínimo que deberá de disfrutar el trabajador, será el que se considere suficiente, atendiendo las condiciones de cada región, para satisfacer las necesidades normales de la vida del obrero, su educación y sus placeres honestos, considerándolo como jefe de familia”, quedaría solamente como una declaración y que nunca se convertiría en realidad.

Como muchos otros artículos de nuestra Carta Magna, el 123 ha sido objeto de una violación permanente. El constituyente lo pensó para garantizar el desarrollo de una vida digna, no solamente del trabajador, sino de su familia. En los hechos, ese deseo nunca llegó a cristalizar, por el contrario, el deterioro de su poder adquisitivo ha acusado un severo declive al paso de los años, al grado que actualmente resulta insuficiente para satisfacer sus necesidades individuales.

Un ejemplo de la brutalidad de la caída lo ilustra un estudio de la UNAM sobre la cantidad de horas que una persona tendría que laborar para poder adquirir la canasta alimentaria recomendable (CAR). Ahí se afirma que en agosto de 2014 se necesitarían casi 23 horas, mientras que hace 30 años, en enero de 1987, se podría obtener la CAR con solamente cuatro horas de trabajo. No es de extrañar, entonces, que las estadísticas que miden la pobreza en México señalen un crecimiento sostenido en los últimos lustros. El mismo Coneval admite, con las reservas que se deben tomar de las cifras emanadas de un organismo oficial, que en 2016 el 43.6 por ciento de la población mexicana se encontraba en nivel de pobreza y 7.6 de la pobreza extrema.

En un estudio comparado sobre los salarios mínimos en los países de América Latina realizado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), México con un salario mensual de 175 USD aparece en los últimos lugares muy lejos de los 520 USD que reciben los trabajadores en Costa Rica o los 413 USD de Argentina. Pero todavía peor, de acuerdo con un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), México tiene el salario mínimo más bajo de su membresía.

Decir, en voz de Chertorivski, que nuestro modelo económico está centrado en la desigualdad solamente es un eufemismo para no reconocer que se trata de un modelo sustentado en la explotación. Empero, el todavía presidente del Banco de México, Agustín Carstens, recomendaba tratar el incremento salarial “con mucha prudencia”. Miserables.

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JJ/I