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2018: la falacia de las precampañas

Aunque el calendario oficial señala al 30 de marzo como la fecha de inicio de las campañas electorales, en realidad, merced a esa figura denominada precampaña, cuya introducción al sistema electoral mexicano nunca me ha quedado clara, las contiendas electorales arrancaron el 14 de diciembre.

Y esto es así porque a diferencia del sistema electoral estadounidense, del cual se inspiraron, por no decir intentaron copiar, quienes redactaron la legislación no tomaron en cuenta que en los usos y costumbres de los partidos políticos la figura de la precampaña no aparece o no se aplica. Lo que existe es una designación directa emanada de las cúpulas partidarias y, en algunos casos, por el dedo de un gran elector.

Ese fue el procedimiento seguido en el caso de los precandidatos de las fuerzas políticas mayoritarias, con un ingrediente que ha venido a constituirse en una norma en los procesos electorales recientes: que el precandidato ungido no responde únicamente a un partido, sino que es el abanderado de una coalición.

El procedimiento, aplicado particularmente a la contienda presidencial, se repite también a nivel de gubernatura y alcaldías municipales. En rigor, los partidos políticos utilizan la figura de precampaña para dirimir la disputa que por cargos de tercer nivel (alcaldías) pudieran suscitarse entre sus militantes. Aunque lo que prevalece al final es la imposición de un “acuerdo” de unidad. 

Imagino que algún politólogo mexicano, obnubilado por las precampañas en el país vecino con su indiscutible participación ciudadana, que le otorgan un alto grado de legitimidad democrática, pensó que un ejercicio semejante sería muy positivo para nuestra muy incipiente democracia. Entusiasmado por el largo recorrido que los candidatos estadounidenses a los cargos de elección popular, en el que el voto de los ciudadanos –mediante los caucus y elecciones primarias– resulta determinante para obtener la candidatura, nuestro politólogo en cuestión pensó que con incluir las precampañas en la legislación electoral bastaría para desencadenar un procedimiento semejante en nuestro proceso electoral.

Sin embargo, la inclusión de la figura no tuvo el efecto esperado, sino por el contrario, se convirtió en un pretexto para que los precandidatos ungidos atiborren de publicidad política los espacios mediáticos, en una franca y descarada campaña electoral.   

La idea no era mala, en absoluto. La existencia de unas precampañas genuinas vendría a oxigenar nuestro deteriorado sistema político y la crisis de representación que la clase política padece frente a los ciudadanos.

Imaginemos a las duplas Osorio-Meade, Anaya-Mancera, AMLO y algún osado que levantara la mano para disputarle la candidatura. Imaginemos que recorren el país y en cada estado someten sus intenciones al escrutinio de asambleas ciudadanas –eso son los caucus y las primarias-, las cuales con su voto definen al vencedor. Imaginemos pues, que candidato elegido es el que obtuvo el triunfo en la mayoría de los estados. Serían candidatos propuestos por los partidos, efectivamente, pero, y el pero es muy importante, con un amplio respaldo ciudadano.

Sin embargo, el problema es que a los partidos en México lo que menos les interesa es fomentar la participación ciudadana, y mucho menos, introducirla en sus procedimientos internos. Ellos ven al ciudadano como un arsenal de votos electorales. No les importan sus opiniones ni tampoco les interesa su bienestar. No quieren ciudadanos críticos y demandantes. Les repugna la idea de verse sometidos a una contraloría ciudadana. Los prefieren sumisos y dispuestos a conformarse con las migajas materializadas en las tarjetas de tiendas departamentales a cambio de su voto.

Por eso las precampañas son solamente una simulación más de nuestro sistema político electoral. Simulación que nos costará más de 200 millones en el caso de las presidenciales. Pero además los ciudadanos deberemos soportar, durante 60 días ser bombardeados por 11 millones 184 mil anuncios en radio y televisión.    

Son una falacia, no sirven para nada, habría que desaparecerlas.

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JJ/I