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En defensa de la democracia

Han pasado casi 18 años desde que el PRI, el partido dominante en México por casi siete décadas, perdiera finalmente la presidencia. Desde ese entonces, la incipiente democracia mexicana ha sido vista por un creciente número de personas como un experimento fallido, y no es raro escuchar argumentos en su contra, desde aquéllos que sostienen que la universalidad del voto va en contra de los intereses de la nación, hasta quien propone esquemas de gobierno más cercanos a oligarquías ilustradas o incluso a dictaduras benévolas.

En lo personal, creo que la democracia es un experimento en constante evolución. Como decía Winston Churchill, es el peor sistema que hay, excepto por todos los demás. La democracia más antigua del planeta, los Estados Unidos, siguen teniendo problemas con los esquemas de representación; el suyo en particular hace que el voto del Colegio Electoral tenga más peso que el voto popular; o la democracia parlamentaria de Inglaterra, que fue puesta a prueba por el populismo xenófobo; o algunas democracias latinoamericanas que han permitido la llegada de personajes que terminan actuando en contra del ideal democrático.

Pero, por otro lado, también es cierto que en otras partes este esquema ha seguido en constante evolución, permitiendo el acceso al poder de grupos que usualmente habían sido relegados de los procesos de toma de decisiones. Ahora vemos democracias avanzadas en las que no solamente las mujeres (que componen 50 por ciento de la población) están correctamente representadas en las diversas instancias del poder, sino que también minorías históricamente aisladas e incluso perseguidas también aparecen: hay políticos que pertenecen a la comunidad LGBT, como el primer ministro irlandés Leo Varadkar, o la primer ministro Ana Brnabic en Serbia.

Probablemente ahí esté el secreto de las democracias modernas: en la diversidad. No hay nada más peligroso para una nación que el pensamiento único, en el que se restringe, limita o persigue al que piensa diferente; de hecho, ésa es la raíz del fascismo. El permitir que diferentes formas de pensar puedan ser expresadas y discutidas en las más altas tribunas es lo que permite el avance de los países. De nuevo, en el caso de los Estados Unidos, acudimos al triste espectáculo de la polarización del espectro político, convirtiéndose en un duelo entre “ellos contra nosotros”; la casa dividida sobre la que advertía Abraham Lincoln, en la que se vuelve imperioso acabar con “el otro”. Los efectos están a la vista: la pérdida de libertades civiles, el intento de prohibir a las personas trans en el ejército, la persistente intención de deportar a quienes son distintos (léase, no caucásicos).

Es cierto que el voto universal da poder a quienes lo ejercen con miedo, a quienes son coaccionados, a quienes lo venden al mejor postor, a quien tiene sólo su interés personal en mente. Pero aún ellos tienen derecho a expresar sus ideas y a decidir sobre su futuro. Sin embargo, ellos no son el problema de fondo, sino el sistema que se aprovecha de ellos al negarse a resolver la pobreza porque son votos fáciles de captar; que recurre al miedo porque sabe que muchos prefieren “lo malo pero conocido” antes que el cambio; que mal educa porque no hay nada más inconveniente para el poder que un pueblo educado.

Estoy convencido de que el acceso al voto es una parte de la ecuación, quizá la más importante, pero que es insuficiente si no se acompaña de educación y de creación de oportunidades para todos. Elijamos no sólo a un presidente, sino a senadores, diputados federales y locales, y gobernadores que ayuden en la construcción de estos ideales.

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FV/I