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La cuesta de enero

El 2017 cerró con una inflación (6.8 por ciento) que duplicó las expectativas que normalmente establece el Banco el México; los precios de la canasta básica aumentaron en 9.4 por ciento, mucho más que el incremento salarial de la inmensa mayoría de los trabajadores mexicanos; la denominada inflación no subyacente, comandada por los incrementos en frutas y verduras, en gasolina y en electricidad, se incrementó en más de 12 por ciento. Ahora, en enero del 2018, los precios se advierten incrementos altamente significativos en gasolinas, experiencias igualmente inquietantes con el gas y amenazas semicontenidas con las tortillas.

Ante la experiencia de 2017 y este inicio de año, suena como un mal chiste el pronóstico oficial de que la inflación del 2018 sea inferior a 4 por ciento, aunque efectivamente sea posible que alcance niveles inferiores a la de 2017. En particular, durante el primer semestre es muy probable que aunque se deterioren crecientemente las finanzas de Hacienda y de Pemex y aunque se reduzcan las reservas del Banco de México, el gobierno procurará mantener las presiones de precios relativamente contenidas ante el escenario electoral.

Sin embargo, lo que realmente importa socialmente no es el incremento en los precios sino el deterioro en el poder de compra de la población. Si la inflación fuera del 10 por ciento, pero los ingresos de absolutamente toda la población aumentaran en la misma proporción, el resultado sería el de una variación nula. El problema es que los ingresos de la gran mayoría de los mexicanos aumentan menos que el incremento de los precios. De esa manera, aunque la inflación no sea galopante, si los salarios, las contrataciones de trabajadores o las ganancias de las microempresas crecen menos que la inflación, el deterioro del poder de compra se generaliza del mismo modo que si hubiese existido una inflación mayor y la diferencia con el incremento de los ingresos de la población fuese similar.

Los procesos de inflación implican invariablemente un proceso redistributivo del ingreso. Siempre habrá quienes ganen y quienes pierdan con los incrementos de precios. La cuestión es la de ubicar quienes quedan son unos y otros.

Hay un precio que generalmente no se presenta en la tasa de inflación: el precio del dinero, el costo por contratar créditos. Mientras más aumente la “bancarización” de la economía a tasas de interés crecientemente gravosas para los deudores, mayor es la pérdida del poder adquisitivo de estos últimos y mayor la ganancia de las instituciones financieras. Según el Banco de México, con base en datos de junio del 2017, el crédito al consumo en México es de más de 900 mil millones de pesos y el mayor crecimiento se encuentra en el crédito automotriz (lo que después genera mayor impacto en los bolsillos por el aumento de las gasolinas).

En ese mismo sentido, en México circulan 18 millones de tarjetas de crédito, la mayoría de ellas denominadas “clásicas”.  La tasa promedio de interés para éstas es de 29 por ciento y en particular de 39 por ciento para clientes no totales. Cuando el rango general de incremento anual de salarios está entre 3.9 y 5.5 por ciento, tener un coso de tarjeta de 30 o 40 por ciento anual se convierte en un riesgo mayor y en una caída significativa en el poder de compra de los hogares.

En suma, atacar la inflación no es sólo una cuestión de cuánto dinero se emita o del control de los salarios, sino de generar una estrategia que permita realmente producir gasolinas internamente para satisfacer nuestras necesidades, de generar una política agropecuaria que también nos permita disponer de nuestros productos básicos y de una políticas financiera  que articula las políticas de crédito a las condiciones de la población y de la la mayoría de las empresas.

@LIgnacioRM

JJ/I