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Engañifas y promesas electorales

Los periodos de campañas electorales son de promesas. Son además tiempos de fértil oportunidad para analizar las promesas de quienes aspiran a recibir votos y alcanzar un cargo público. Si bien las promesas electorales son objeto de estudios académicos, también son de interés ciudadano y periodístico por sus consecuencias o influencia en la intención de los votos, el escrutinio de los funcionarios y el seguimiento informativo a lo que aseguran cumplirán.

Estudiar las promesas políticas llevaría a encontrar en el discurso electoral que los políticos tradicionales aseguran actuar “por nuestro bien”. Que protagonistas de las campañas dicen que lo hacen “por el bien” del ciudadano, de la colonia, el estado, el país y hasta el mundo. O que lo hacen por algo abstracto como la democracia, la justicia o la transparencia, por ejemplo. Actualmente lo podemos comprobar en las campañas disfrazadas de precampañas: los candidatos a cualquier cargo político prometen y sostienen que su proselitismo obedece a que tienen genuino interés por beneficiar con su quehacer a los electores.

Asumamos que parte de los prometedores electorales tienen una intención personal de real interés por lo que llaman “el bien común”, “las causas sociales”, “un mejor futuro de la patria”, “el bienestar de la gente”, “por Jalisco” y otras frases similares, que de paso muestran la formación, percepciones de la realidad, creencias e ideologías. Sí hay gente honesta, insertada en la política real. Es posible identificarlos. Son bien intencionados. Buscan un cambio ante tanta mugre que ven por todos lados. Eso no significa que sepan hacerlo.

Un problema del discurso de las promesas políticas es que suelen esconder otras intenciones que no se manifiestan abiertamente. Se trata de los intereses personales del propio candidato y su futuro, de su familia y amigos cercanos, del lugar en que nació o radica, del grupo político al que pertenece o institución a la que se adhiere ideológicamente, del partido político en que milita si fuera el caso. Esos intereses no aparecen en las promesas electorales, reducidas a eslogan facilones, obvios, que buscan mover emociones antes que dar información y argumentos que permitan decidir a los electores.

Que los políticos tradicionales hagan promesas “por tu bien” o por el “bien” de los electores oculta que nunca o escasamente dialogan o consultan a los ciudadanos. Los de a pie poco o jamás son escuchados, pero se actúa políticamente en su nombre. En cambio, las élites mexicanas sí son escuchadas; tienen vías o formas de hacerse escuchar y presionar.

Los candidatos, ¿cómo saben qué desea o aqueja a indígenas, migrantes, policías mal pagados, jóvenes desempleados, mujeres violentadas, familiares con desaparecidos, etcétera? ¿Sólo por frías encuestas? ¿A quiénes excluyen y por qué? ¿Conocen qué sueñan los jaliscienses para su gente y el país? ¿En qué están dispuestos a participar? Prometer sin saber realmente qué piensa, siente o desea el ciudadano es manipularlo. Es suplantarlo. Es de falsos líderes. Es tomar decisiones no necesariamente benéficas para él o ella. Es adivinarles el pensamiento, algo hasta ahora imposible.

Las promesas electorales de carácter general y obvio son un insulto a la inteligencia: asegurar que se combatirá la inseguridad pública, que se atacará la corrupción del sistema, que los trabajadores tendrán mejores sueldos, etcétera, sin decir cómo se hará, con qué medidas concretas, es engañar; sin precisar cuáles son los compromisos concretos, observables, medibles y supervisados es mentir; sin autocriticarse ni criticar decisiones fallidas de las administraciones de las que provienen cuando han sido funcionarios es deshonesto. Las soluciones a los graves problemas no son fáciles, pero eso no evita a que los candidatos prometedores precisen proyectos, estrategias o políticas públicas. De lo contrario son promesas huecas y desechables.

Las promesas incumplidas de los políticos tradicionales son en parte responsables de esa acumulación histórica de desconfianzas, frustración y amargura de un enorme número de ciudadanos que ni a votar acude. ¿Para qué?, se preguntan con incredulidad y razón.

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JJ/I