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2018. ¿Elección de Estado?

El uso faccioso de las instituciones como un recurso extremo para acosar o golpear a los adversarios políticos existe en muchos países, pero en México este tipo de comportamientos se ha convertido en la práctica cotidiana de los gobiernos en turno, que, sin embargo, cobra especial relevancia en los procesos electorales.

Ésta ha sido la tónica que se ha seguido desde la constitución del Partido Nacional Revolucionario (PNR), el actual PRI. José Vasconcelos fue el primero en padecer los embates del aparato de Estado en las elecciones de 1929. El siguiente en padecerlas fue el general Juan Andreu Almazán, candidato adversario de Manuel Ávila Camacho en 1940. En 1946 Miguel Alemán rebautiza al PRM con el nombre de Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sin embargo, no obstante que su asunción se había realizado con cierta tranquilidad, las elecciones de 1952 confirmaron que, en lo relativo a la lucha por mantener el poder, el Estado no reconocía límites.

Ese año, al general Manuel Henríquez Guzmán le tocó experimentarlo en carne propia. La historia ha documentado que el arribo de Adolfo Ruiz Cortines a la Presidencia estuvo precedido por una represión brutal contra el movimiento henriquista, que culminó con la masacre del 7 de julio.

Si bien a partir de las elecciones de 1958 no se repitieron los escenarios violentos, el uso perverso del aparato de Estado para garantizar la continuidad de los gobiernos revolucionarios se enfocó particularmente en el control de los organismos relacionados con el proceso electoral, así como la subordinación casi absoluta de los medios masivos de comunicación existentes.

Para 1976, el PAN, enfrascado en una de sus cíclicas crisis internas, no pudo llegar a un consenso sobre su candidato a la Presidencia, por lo que resolvieron abstenerse. Así, en el peor escenario de una sociedad democrática, un solitario López Portillo recorrió, cual faraón, todos los estados del país. A instancias de Reyes Heroles, su secretario de Gobernación, se impulsó una reforma política. Sin embargo, estas modificaciones cosméticas no alteraron el comportamiento tradicional del régimen priísta para perpetuarse en el poder.

La manifestación más brutal de su persistencia fue la embestida gubernamental contra Cuauhtémoc Cárdenas, candidato del Frente Democrático Nacional, en las elecciones de 1988, cuyos resultados fueron calificados como fraudulentos y provocó un álgido conflicto postelectoral. Desde entonces la “caída del sistema” se reconoce como el símbolo emblemático de la intervención perversa del Estado. La crisis obligó a una nueva reforma cuyo mayor logro fue la autonomía y la ciudadanización de los organismos electorales. Habría que reconocerle a Zedillo que la “sana distancia” que puso entre gobierno y partido fue un elemento importante que hizo posible la alternancia política en la figura de Vicente Fox.

Sin embargo, la alternancia no modificó la intromisión del gobierno en las contiendas electorales. En 2005, todo el aparato de Estado implementó un conjunto de medidas para desaforar a López Obrador y con ello eliminarlo de la carrera presidencial. Al fallar con el desafuero, no dudó en utilizar a los organismos electorales para ejecutar el despojo a la presidencia del candidato de la Coalición por el Bien de Todos.

Las vicisitudes de Ricardo Anaya, candidato de Por México al Frente, con respecto a la acusación por lavado de dinero, promovida por la PGR, se inscriben en este patrón de acoso y hostigamiento del aparato de Estado contra un adversario electoral. Aunque en este caso no se trata de atacar al puntero, sino de desbancarlo del segundo lugar, el talante autoritario que exhibe el uso faccioso de las instituciones es tan grave, como el padecido en 2005 por López Obrador.

En conclusión, todo indica que el gobierno actual utilizará todos los recursos del Estado para hacer ganar a su candidato. Lo intentará, está en su gen autoritario. La cuestión es, si en esta ocasión, podrá llevarlo a cabo.

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JJ/I