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Elecciones limpias y libres o conflicto postelectoral

Como en las precampañas, también en las intercampañas las declaraciones de Andrés Manuel López Obrador siguen marcando la agenda noticiosa. En esta ocasión, el tema fue su advertencia sobre las tentaciones de sus opositores de promover un fraude electoral. El 9 de marzo, en el marco de la 81ª Convención Nacional de Banqueros que se realizó en el Princess Mundo Imperial de Acapulco, el moderador de la conferencia le preguntó sobre su disposición para aceptar un resultado electoral que le fuera adverso. Su respuesta desencadenó una enorme variedad de reacciones y de interpretaciones.

Vale la pena reproducirla textualmente. “Es muy importante –dijo– que las elecciones sean limpias, sean libres. Yo tengo dos caminos, ya lo he expresado, palacio nacional o Palenque, Chiapas (risas en el auditorio). Entonces me quiero ir a Palenque, Chiapas, tranquilo, este; si las elecciones son limpias, son libres, me voy a Palenque, Chiapas, tranquilo. También, si se atreven hacer un fraude electoral, yo me voy, también a Palenque. Y a ver quién va a amarrar al tigre. El que suelte el tigre que lo amarre, ya no voy a estar yo deteniendo a la gente, luego de un fraude electoral. Así de claro, o sea, yo por eso deseo, con toda mi alma, que las elecciones sean limpias y sean libres y que sea el pueblo el que decida quién va a ser el próximo presidente…”. Finalizó recordando su condición de puntero en las encuestas y asegurando que le “va a dar mucho gusto trabajar con los banqueros de México”. Un aplauso general rubricó el final de su exposición.

Así de claro y así de contundente. “El que suelte al tigre que lo amarre”. La frase se convirtió en la nota principal de la convención bancaria. Fue lo más comentado de la pasarela de los candidatos. Tema obligado para la comentocracia. Ni en su tono ni en su formulación se percibe una amenaza. Sí, en cambio, es obvio que se trata de una advertencia. López Obrador sabía de lo que hablaba y todos quienes lo escucharon, entendieron lo que quiso decir. Entendieron que una reedición de los fraudes electorales de 1988 y de 2006 provocaría un clima de inconformidad social, que tendría repercusiones negativas en la estabilidad del país. Y que en esta ocasión, no habría un dirigente capaz de contener la indignación y encauzar por vías institucionales el hartazgo popular, como lo hizo Cárdenas en el 88 y él mismo en 2006. Que quienes en connivencia con el Estado instrumentaron la consumación de aquellas elecciones fraudulentas, tendrían que afrontar y enfrentar las consecuencias.

Elecciones limpias y libres o conflicto postelectoral, ése es el dilema. En una sociedad democrática, su sola formulación estaría fuera de lugar. Pero en el caso de México, constituye la prueba del ácido para evaluar el comportamiento democrático de las instituciones políticas y gubernamentales. Y lamentablemente, el entramado institucional que existe no suscita sentimientos de confianza y credibilidad entre los ciudadanos. Sino, más bien, todo lo contrario.

No es ningún problema que Peña Nieto exprese sus preferencias por el candidato que seleccionó para el PRI. Ninguno. El problema es que utilice de manera perversa el aparato del Estado para entronizarlo a Los Pinos. Sea el uso faccioso de la Procuraduría General de la República; sea la manipulación de los organismos electorales para obstaculizar y atacar a sus adversarios políticos.

En este sentido, la reciente intromisión del Tribunal Electoral para contravenir una disposición del INE, acerca de la prohibición de los debates entre candidatos durante el período de intercampañas, despide el tufo inconfundible de favorecer a José Antonio Meade, en un intento desesperado de evitar su colapso en las encuestas. Es un comportamiento faccioso que pone en entredicho su pretendida neutralidad.

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JJ/I