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La solidaria mano de don Luciano Rentería

Los familiares con desaparecidos se reunían en Guadalajara en la casa de don Luciano Rentería. La mayoría eran señoras sumidas en el dolor. Una madre que no hallaba a su hijo, otra que preguntaba por el padre o el hermano, una más que buscaba auxilio. Todas encontraban en la sala atenta escucha, comprensión y apoyo.

Todas padecían la pesadilla de ignorar desde hacía semanas, meses o años el paradero de alguien cercano. Todas relataban historias espeluznantes del desprecio recibido de burócratas de oficinas gubernamentales, de amenazas continuas en la calle, de hostigamiento policial por exigir justicia, del temor pegado a la piel.

En las reuniones dominicales en la casa de don Luciano siempre había café. También pan, gracias a la panadería aledaña de su propiedad. En la sala de su casa se analizaba cada caso, se orientaba acerca de qué hacer, adónde dirigirse. Los familiares con desaparecidos tomaban acuerdos: ir a tal juzgado, trasladarse a una corporación, enviar un oficio, pintar paredes con la demanda de que las autoridades presentaran vivo al secuestrado que se llevaron, organizar un mitin relámpago en Plaza de Armas, repartir volantes impresos en mimeógrafo, ir a la tétrica Penal de Oblatos, llevar ropa y comida a los presos. En las reuniones eran frecuentes las lágrimas de dolor e impotencia; los presentes guardaban un respetuoso silencio.

Unos pocos abogados, menos que los dedos de una mano, auxiliaban. Metían amparos, asesoraban legalmente, seguían los casos. El miedo estaba anclado en Jalisco. Subterráneo, esparcido en calles y rincones. Cualquiera podía ser desaparecido, como ahora. Policías con armas de alto poder tocaban en la madrugada en las puertas de las casas o las derribaban, con violencia, para llevarse detenido-secuestrado al sospechoso o la sospechosa. Nadie estaba a salvo. La solidaridad era escasa; mejor dicho, nula. Un páramo. Las voces adoloridas, las historias repletas de crueldades, no encontraban oídos. Ni en los medios informativos ni en la Iglesia católica ni en los vecinos ni en los sindicatos ni en las universidades ni en los funcionarios… En nadie. Peor que ahora. Que existiera una fiscalía para buscar desaparecidos era inimaginable.

Las desapariciones eran tabú en los años 70 y 80. Luego de la violencia gubernamental en 1968 vino la réplica de los grupos disidentes; después la contrarréplica y aumentó la ola de muertos y desaparecidos. Ser desaparecido equivalía a ser culpable de algo, por las autoridades y la población. Ser desaparecido era ser juzgado y sentenciado a morir, sin derecho a nada. Como ahora. Por algo se le desapareció, se decía; se lo merecían, acusaban otros. Si antes invisibilizaba a las víctimas el Estado, ahora sigue siendo el Estado más ese otro poder paralelo que encarnan los grupos delictivos.

En medio del ambiente desolador, don Luciano y las señoras sacaban fuerzas. Proseguían en medio del vacío creado a su alrededor. Miembro del minúsculo Partido Comunista Mexicano, en 1973 organizó con tres señoras el primer comité del país por los desaparecidos, exiliados y perseguidos políticos. La mayoría de las que participaron ya fallecieron. La mayoría nunca conoció ni el paradero de sus maridos o hijos. Murieron con la pena. La actual lucha porque aparezcan los tres estudiantes de cine y las más de 3 mil víctimas en Jalisco tiene este antecedente histórico.

Cierta ocasión, un agente del nefasto Servicio Secreto encañonó en la calle a don Luciano y le dijo que lo mataría si seguía moviéndose por los desaparecidos. Don Luciano le contestó que no tenía miedo, que sabía que de parto no iba a morir. Cuando lo contaba, se reía. Hoy don Luciano ya no está. Murió la semana pasada. Se fue un luchador por los derechos humanos. La Comisión Estatal de Derechos Humanos le había rendido un homenaje semanas antes. Pero su mejor homenaje fue rescatar jóvenes de cárceles clandestinas, pelear por los caídos en desgracia, tender su mano generosa. Descanse en paz donde quiera que esté.

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JJ/I