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La mujer y nuestras literaturas

Nos hemos conformado con escuchar, en las propias voces femeninas, historias contadas desde un punto de vista masculino, es decir, las narradoras han tenido que describir sus experiencias –o las historias de las otras mujeres– con ese toque rudo que exigen los varones para ser tomadas en cuenta en la nómina de las mejores voces; o bien la mujer misma ha tenido que convertirse en feminista, y de ese modo tener un espacio en las letras hispanoamericanas para lograr revelar en letras las experiencias vitales que corresponden al ser femenino –so pena de ser criticadas de dulces o cursis–. Ello ha impedido entonces que logremos, como lectores, descubrir a fondo el pensamiento de la mujer y  nuestras literaturas han logrado borrar, en muchos casos, la voz femenina y abierto solamente la posibilidad de escuchar solamente aquellas narraciones fuertes, como si no fuera importante saber lo que ellas son y su modo particular de ver el mundo.

Rosario Ferrer nos ha dicho en un escrito que “a lo largo del tiempo, las mujeres narradoras han escrito por múltiples razones” y logra una pequeña lista: Emily Brontë “escribió para demostrar la naturaleza revolucionaria de la pasión”; Virginia Woolf “para exorcizar su terror a la locura y a la muerte”; Joan Didion “escribe para descubrir lo que piensa y cómo piensa”; Clarisse Lispector “descubre en su escritura una razón para amar y ser amada”.

La propia Ferrer afirma que para ella “escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una posibilidad de crecimiento y de cambio. Escribo para edificarme palabra a palabra; para disipar mi terror a la inexistencia, como rostro humano que había…”.

No obstante, con frecuencia la legítima voz femenina sigue sin llegar a nuestros oídos de manera diáfana, legítima y, sobre todo, desde el fondo: colmada de delicadezas y confesiones que sean en verdad propias y nos enseñen de manera real lo que cualquier mujer es sin tapujos ni banderas de ningún tipo, solamente descritas como en la vida real las encontramos y no ficticias o construidas desde y para la literatura.

Ya recordamos la historia de Amandine Aurore Lucile Dupin, quien tuvo que desdoblarse en George Sand, para lograr ser aceptada en la sociedad parisina y disfrazarse de hombre para lograr caminar libremente por la ciudad después de su divorcio y para poder tener acceso a espacios donde nuca hubiera sido aceptada por su condición de mujer.

victormanuelpazarin.blogspot.mx

JJ/I