Llovía y la luz de los relámpagos iluminó el rostro de la mujer.
Ordenaba yo mis objetos personales, dispuestos en el escritorio de la casa de los Anfitriones, y la vi surgir de la brisa que entraba a la estancia. No sabía su nombre, pero su húmedo perfil se describió con exactitud: permitía con todo propósito que el agua la mojara; sonreí de su locuacidad, de la travesura que realizaba con enorme placer.
No imaginé, en ese momento, que esa desconocida –en el futuro inmediato– sería parte fundamental de mi existencia, y quien me ofrecería la salvación en los días más aciagos.
Me distraje un instante, luego percibí el delicado perfume a malvas silvestres; levanté la mirada y vi su sonrisa suspendida entre las luces y las sombras.
Escuché su voz; enunció sus afectos y elogió mis maneras de llevar a las personas hacia “una situación extrema, pero sin molestarla”.
–Me gusta tu sabiduría literaria y humana; que la ofrezcas sin ningún egoísmo... –manifestó.
Se desbordó en palabras; acercó su cuerpo al mío; sentí su contacto y me excité; distinguí el aroma de malvas en su boca; me alejé de ella porque mi respiración se agitaba.
Me detuve en un extremo de la habitación y me despedí acariciando levemente su mano; bajé luego a toda prisa las escaleras y alcancé a los Anfitriones; ya en la calle escuché de nuevo su voz; se alzó hacia mí y me ofreció un beso en la mejilla: la lluvia acendraba el aroma de su aliento.
Impuso en mi mano un obsequio y me dijo su nombre; esa noche pensé en Clara en mi desvelo, sin suponer la importancia que tendría tal acontecimiento.
¿Atracción y temor?, ¿miedo al hechizo?
En mi mente habitó Clara; entre mis manos sostuve el obsequio que había depositado en mí como una ofrenda; un eco repetía sus palabras en mi cabeza y no lograba la concentración necesaria para ningún trabajo.
Durante una larga semana esperé el martes, día de la sesión de curso-taller. El tiempo retardaba el encuentro que me ofrecía un enorme temor.
victormanuelpazarin.blogspot.mx
JJ/I
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