El sábado, en un centro de atención de telefonía celular, una empleada me dijo que llevaba 21 personas en medio turno ese día que acudían porque les habían robado su teléfono celular y necesitaban recuperar su número. Todavía no eran las cuatro de la tarde.
Puedo decir que tengo la suerte de que nunca me hayan asaltado, lo cual, definitivamente en estos días, es toda una suerte. Las víctimas de ese tipo de robo son cualquier tipo de persona que posea uno de esos aparatos, tan necesarios ya debido a las características tecnológicas de nuestra sociedad. Quedarse sin teléfono es peor que estar desnudo. Es quedar completamente a la deriva con la limitación de no poder comunicarse con otras personas de la manera inmediata y multimedia a la que nos hemos acostumbrado en unos pocos años.
Todavía conozco a alguien que se ufana de no usar teléfono móvil ni necesitarlo. Bendito él porque tiene un factor de riesgo menos respecto al delincuente de las calles y de los camiones, al carterista y al asaltante, al que despoja de su herramienta de trabajo a un chofer de plataforma o a un repartidor de comida.
Yo alguna vez fui ése que se negaba a usar un teléfono móvil. Hace unos 15 años mi padre me compró mi primer teléfono celular, pero a mí no me agradaba. Pensaba que era una forma de esclavizarse con respecto a la necesidad de estar siempre disponible para quien quisiera comunicarse conmigo.
Ahora esa esclavitud es incluso mi forma principal de trabajo y de comunicación interpersonal, medio de expresión ante el mundo acerca de lo que me interesa personal o profesionalmente.
De manera que, si alguien me despoja de este aparato, las consecuencias serían catastróficas en mi vida.
Nunca he presenciado tampoco un robo o un asalto. Lo más cercano que he estado a ello fue escuchar a alguien que gritaba pidiendo ayuda a media cuadra de donde yo estaba, en avenida Chapultepec, una mañana de agosto. Una persona que estaba detrás de mí en la fila alcanzó a observar el momento en que un hombre en motocicleta con casco cerrado, polarizado, se acercó a la víctima y prácticamente le arrancó de las manos el dispositivo. Y lo narró estupefacta porque tener la oportunidad de ver algo así es una experiencia en sí misma traumatizante también. Quizás no tanto como ser la persona a quien le sucede, pero sí se convierte en una víctima colateral en el plano psicológico.
Tengo la teoría de que en algún momento las necesidades de comunicación serán tales que se convertirán en un derecho universal, para contar con los medios que permitan cualquier tipo de interacción con otras personas de manera remota, quizás con dispositivos que ahora ni nos imaginamos. Pero mientras tanto, es una labor del Estado garantizar al ciudadano la seguridad de que ese equipo de comunicación estará protegido. Ya el robo de teléfonos móviles es tan común como o más común que el de automóviles. La policía no ha logrado hasta ahora una estrategia desde el nivel tecnológico, ni siquiera un mecanismo eficiente para no ya anular, sino al menos disminuir ese tipo de robo. Pese a los servicios de bloqueo que ofrecen las compañías fabricantes de los equipos y proveedoras del servicio, sabemos que los responsables del robo hallarán una manera de lucrar con el teléfono.
Y la labor preventiva es tan difícil por tratarse de dispositivos tan pequeños y tan expuestos que las autoridades de seguridad están rebasadas.
En ese sentido, una tendencia en las labores policiales es la especialización en seguridad cibernética, que también es uno de los programas de prioridad nacional. Esperemos que al menos en Jalisco se le dé suficiente especial atención a la materia.
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