Sabor a viaje�

2020-01-23 06:00:00

Los viajes dejan muchos aprendizajes. Nos obligan a que abramos y rompamos barreras físicas, mentales y culturales. Da lo mismo si el viaje es a algún maravilloso municipio de Jalisco, a otros puntos de México o a otros países. Y tampoco es que haya viajado por muchas partes, pero las pocas experiencias que he tenido han sido muy gratificantes y enriquecedoras. 

Dentro de todo ese conglomerado que se obtiene al viajar, la zona que más me gusta es la gastronómica. Ha habido momentos específicos que recuerdo o que guardo en mi memoria, como preciados tesoros, gracias a las bondades culinarias con las que me he topado cada que he tenido oportunidad de viajar. 

Llego y quiero probar la comida que sea típica, entrar a un restaurante, aunque sea a tomar un café y pedir un postre, detenerme en un puesto callejero a comprar fruta, pasar a alguna panadería a saborear lo que allí venden, amor que nace desde que, a varios metros de distancia, el olor a masa recién horneada seduce a mi nariz. 

Es en la cocina, sea la de las casas familiares o de restaurantes formales, donde siento que se puede descubrir la esencia del amor. Son los platillos los mejores ejemplos del pensamiento deductivo: una delicia, ya formada, que llega frente a ti, que te abre los sentidos, en la que se descubren sabores conocidos y desconocidos, como una adivinanza que pocos cocineros contestan por completo (“oiga, ¿y qué le pone?”, pregunto; “mucho amor”, contestan a veces para evadir la respuesta y evitar dar detalles sobre los ingredientes). 

A Mérida la tengo en el gusto por una cochinita pibil y una sopa de lima maravillosas que probamos en un restaurante en medio de la selva yucateca, al que para llegar tuvimos que meternos por una pequeña brecha sin pavimentar, desviándonos de la carretera principal por la que circulábamos. En Chicxulub Puerto, el descubrimiento de un pequeño restaurante propiedad de unos australianos que encontraron en ese pueblito pesquero de la península el mejor lugar para vivir. 

De Oaxaca, siento bonito por las tlayudas fabulosas que comimos apenas dejamos nuestras maletas, en el mercado principal de la capital, con sus frijoles negros, su buen pedazo de tasajo y su salsa picosita; el café recién tostado en un restaurante del Centro Histórico; el sabor a chocolate con un ligero acento de chile en las inmediaciones del Jardín Etnobotánico. Y, por supuesto, un mole negro envolviendo deliciosas tortillas hechas al momento, rellenas de pollo y con queso y cebolla para coronarlas. 

De Jocotepec, la boca se me hace agua con una birria humeante –con limón, cebolla y su buen chile, tortillas (infaltables) a placer– que nos encontramos ya cuando íbamos a la salida de la cabecera municipal, y a la que pedí que nos detuviéramos después de ver que dos ancianos disfrutaban, de pie, unos buenos tacos. 

De Camécuaro, mis sentidos se alborotan al recordar una cocina llena de personas en perfecta sincronía preparando corundas, esos pequeños tamalitos michoacanos que una preciosa familia –que recibió a una yo adolescente con los brazos abiertos– acompañaba con carne de puerco frita en trozos perfectos para que se comieran de un bocado y una salsa roja de tomatillo, con queso y crema frescos. 

Pero también la comida me pone a soñar con conocer lugares en diferentes puntos del globo. 

Quiero comer pasta recién hecha en la campiña italiana; caminar por las calles de alguna hermosa ciudad, engalanada con un gelato para menguar el calor. Y despertar con la bellísima Cuba a mi disposición, luego de tomar ese café del que tanto he escuchado a quienes visitan la siempre joven y colorida Habana. Y babear por un ceviche peruano –perfeccionado con la herencia de los migrantes japoneses que se asentaron en aquel país andino– luego de haber dejado mi alma y mi fuerza física recorriendo Machu Picchu. 

¿Alguien duda que la comida es más que sólo eso? 

Yo no. 

 

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