Sin diferencias�

2020-06-12 06:00:00

Hace muchos años, un amigo me dijo que yo no tenía mucho de qué preocuparme, pues era del tipo de persona a la que prácticamente ningún policía me pararía en la calle para preguntarme a dónde iba, qué traía en mi bolsa o para que me identificara. En esos momentos no entendía muy bien a qué se refería, pero tras alrededor de 20 años, en efecto eso no ha pasado. 

Sin embargo, ya entonces escuchaba a mis compañeros de la escuela contar cómo los policías, sin ningún empacho, los paraban en las calles o unidades deportivas, revisaban sus mochilas, tiraban sus cosas, les quitaban su dinero, los asustaban con hacerles algo “si rajaban” o los basculeaban, manos sobre la patrulla, para después dejarlos ir, la mayoría de las veces sólo por cómo iban vestidos o cómo se veían. 

No importaba que trajeran la credencial de la escuela y estuvieran a tres o cuatro cuadras de ésta. Eran sospechosos sólo por su aspecto (ahora que lo pienso no era más que la moda), por ir caminando de tres o cuatro, por usar rastas, fumar en la vía pública o traer los pantalones rotos. 

Conforme crecí fui dándome cuenta de que eso que contaban mis compañeros era una práctica común para muchas personas: los trabajadores de alguna construcción en una colonia bien, los jóvenes sentados en una esquina, aunque fuera su casa; las chicas dark que se juntaban en un parque cercano… 

Más tarde, con mi trabajo comencé a leer todas esas historias llenas de brutalidad policíaca. Fuerza innecesaria, agresiones a destajo, impunidad tras los hechos… Incluso, en medio de una discusión que tuve alguna vez con un grupo de amigos, uno justificó que la adrenalina que los policías traían encima los hacía actuar de forma tan salvaje, porque claro que quieres desquitar todo ese torrente de hormonas con la primera persona que te encuentras. 

Pero lo que vi jueves y viernes rebasó por mucho lo que mi memoria recuerda –cuando mucho, aquel encontronazo con activistas altermundistas en una cumbre con sede en Guadalajara, en mayo de 2004–. Las redes sociales, los medios de comunicación con trasmisiones instantáneas, los teléfonos inteligentes que sirvieron para documentar excesos fueron una caja de resonancia. 

Y si bien el jueves me quedé con una sensación de molestia, luego de ver a los policías haciendo uso excesivo de la fuerza, por ejemplo, en personas que ya estaban sometidas y que ni siquiera oponían resistencia, ver el viernes, en tiempo real, cómo agentes se comportaban igual que como se ha documentado cientos de veces que lo hace la delincuencia organizada fue pavoroso. 

Muchachos que ni siquiera se manifestaban aún, que pretendían llegar al punto de la cita eran detenidos por hombres armados, sin identificaciones, con el rostro cubierto, sin uniformes. Otros, con palos, los sometían en el piso para después subirlos a camionetas sin placas, sin logos, sin ningún identificador que permitieran saber a la instancia a la que pertenecían. Documentado está que los golpearon, los encerraron, les quitaron sus pertenencias y a no pocos, hombres y mujeres, los fueron a aventar a colonias alejadas, sin dinero ni teléfonos. 

Me llenó de una mezcla de desesperanza, tristeza y terror. ¿Qué garantías tiene cualquiera que sea detenido de ser tratado en el marco de la legalidad? ¿Quién me asegura que, si algún día mis sobrinos, como los jóvenes del viernes, salen a las calles a exigir justicia para algún amigo no los golpeen y desaparezcan por varias horas sólo porque quien lo hace tiene el poder para ello? ¿Por qué ninguna autoridad de alto nivel se ha hecho responsable de esos policías, con el argumento de que están vinculados con la delincuencia organizada o que actuaron por su cuenta? 

En este país no puedes ser activista, mujer, niño, estudiante, periodista… porque cualquiera puede violentar tu vida y hasta segarla, sea un delincuente menor, una organización criminal o el Estado. 

Sin consecuencias. 

Twitter: @perlavelasco

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