La�otra�pandemia

2020-11-04 06:00:00

México es una enorme fosa común. Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Guerrero, Veracruz, Morelos, Nuevo León, Tamaulipas, Estado de México, Colima… son los nombres genéricos de la violencia, la tortura, los asesinatos y las desapariciones en el país. 

No hay palabras que alcancen para describir el horror. En Salvatierra se encontraron 61 cuerpos, en Irapuato 16 y en Cortázar aún continúan los trabajos en la comunidad de Cañada de Caracheo, donde, desde el jueves pasado, se encontraron los primeros cadáveres y hasta el cierre de esta columna llevaban casi 60.  

Así, las noticias llegan en cascada, todos los días, y no dejan lugar a dudas: estamos perdiendo la batalla, nuestros gobiernos se muestran incapaces de garantizar la seguridad de la ciudadanía y por eso evitan el tema. Federales, estatales o municipales, las autoridades de este país asumen que el crimen organizado es un actor más que pone, propone, quita y toma decisiones que inciden en la vida de todos. 

Recientemente, el presidente de México presentó en su Segundo Informe de gobierno los terroríficos números que dejaría este fatídico 2020 en cuanto a homicidios dolosos registrados: más de 40 mil; esto a pesar de la reducción de la movilidad ocasionada por el Covid-19. El propio López Obrador se vio obligado a reconocer que el talón de Aquiles de su administración siguen siendo los homicidios y la extorsión. 

La ruta que México transita es oscura, el mal tiene tiempo imponiéndonos su realidad y nuestras endebles instituciones se muestran indefensas. Richard Bernstein, en su obra El mal radical, cita a un profesor universitario que afirma que “en nuestra cultura ha surgido una brecha entre la visibilidad del mal y los recursos intelectuales con los que contamos para enfrentarla. Las imágenes de horror nunca habían sido tan ampliamente difundidas y tan aterradoras a la vez. El repertorio del mal nunca fue tan vasto y, sin embargo, nuestras respuestas nunca fueron tan débiles”. 

En el México de 2020, el encuentro descrito en la obra de Bernstein, entre el horror de la realidad y la debilidad de las respuestas, encuentra terreno fértil para germinar. Aquí el “mal radical” se expone no a manera de un campo de concentración sino a través de una guerra que tiene como escenario las calles de una ciudad, un pueblo o una localidad perdida en la sierra de cualquier estado. 

Tratar de esclarecer nuestra condición actual es una tarea casi imposible. ¿Cómo llegamos hasta aquí? Sobrevivimos entre imágenes y noticias de horror. El mal deambula a toda hora y con un método que lo hace infalible frente a las respuestas de los diferentes gobiernos, todos. El mal tiene un sistema, responde a una lógica, se especializa en la atrocidad y el dolor. Del otro lado no hay nada. Los nazis tenían oponentes, el “mal radical” de los mexicanos de nuestro tiempo parece que no. 

Y es que los feminicidios, narcofosas, cuerpos mutilados, embolsados, desaparecidos, ejecuciones a plena luz del día, asaltos y secuestros son la materia prima del miedo y de la incertidumbre que nos privan hasta tristemente convertirse en el único lugar común. 

La normalización del discurso de la violencia ha llevado al terreno de las cifras y no al de la humanización del problema. El asunto ya no es el valor de la vida sino los números con los que se aborda el debate de la inseguridad: 200, 300, mil muertos, 50 decapitados, 600 asaltados, 30 mujeres asesinadas, como el recuento de otra pandemia, sólo que en esta el mal sí tiene rostro y es el del hermano, la esposa, el hijo, el tío, el abuelo, el padre que salió pero no volverá a casa. Otra pandemia para la que no hay más cura que el consenso y la unidad política, la instauración de un Estado de Derecho y la empatía hacia la otra cara, la trascendencia del bien y no la futilidad del mal. 

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