A verde jara

2021-06-03 06:00:00

Parece que la época de lluvias por fin llegó a Jalisco. Y como cualquier tapatío que se precie de serlo o quienquiera que haya vivido por estas tierras desde hace algún rato, sabemos que hay indicios fehacientes de que el temporal ya está con nosotros. 

Los tapatíos somos buenazos en chocar los vehículos en los que andamos, como si jamás en la vida hubiera caído agua sobre las calles. La avenida López Mateos se ha convertido en escenario infinito de bromas, burlas y memes que circulan de forma profusa por las redes sociales y los grupos de amigos y familiares; sin embargo, estas escenas se repiten en toda la ciudad –sólo que de alguna forma tenemos ya una relación especial con López Mateos–. 

Porque además lo curioso es que estos percances ocurren cada año, cuando comienzan las lluvias, como si nos borraran el casete del pensamiento empírico, del aprendizaje a través de los sentidos que nos ha demostrado cada temporal, cada 12 meses, durante décadas enteras incluso, que debemos tener cuidado apenas caigan las primeras gotitas regordetas. 

Los tapatíos vamos por la vida diciendo que nos encanta la tierra mojada, ese olor que casi juramos que tiene denominación de origen, igualito al tequila. Hemos hecho del petricor una marca registrada dentro de nuestro imaginario, con la canción Guadalajara, su “hueles a limpio, a rosa temprana” casi tatuada en el ADN de quienes vivimos aquí. La verdad es que hace años que, cuando comienza a llover, huele más bien a drenaje removido por los tormentones que suelen azotar la ciudad. 

Eso sí, siguiendo en ese mismo tenor musical, aún es verdad que las lluvias no nos dejan ir a Zapopan. La inmediatez de las redes sociales nos permite verificar cuáles lugares se inundan apenas caigan las primeras lluvias fuertes. Y tenemos, en contraparte, esos puntos que son tan tradicionales que simplemente asumimos que no se pueden recorrer: aquí a la derecha está Plaza del Sol, con veinte autos varados y dos de ellos metidos por completo bajo el agua. Acá, en la Calzada y Revolución podemos ver cómo el agua alcanza un metro de alto y no deja avanzar a nadie que ya haya caído en sus redes… y así, la ciudad se convierte en todos esos ríos que alguna vez fueron y que ahora sólo arrastran basura, ramas y hojas, y han hecho de los peatones trepadores expertos que aprovechan la frágil seguridad de los asientos de los parabuses para evitar a los desconsiderados automovilistas expertos, a su vez, en hacer olas de agua puerca. 

Los tapatíos tenemos una claridad casi innata de conocer la diferencia entre un fleiman (fleischmann, para los que saben de referencias culinarias) y un salado. Nunca jamás nadie admitirá que su torta ahogada se la hagan con un pan que no sea el salado, aguantador de las salsas en las que nos encanta meter toda la comida, a sazón de lo que prefiera el comensal. Y explicar cuál es cuál a quienes no son de por acá termina en confusiones que arruinan desayunos (“no trates como salado a quien te trata como telera”, una camiseta muy tapatía que diga). 

Si me dan a elegir, siempre preferiré el salado, pero cuando llegan las lluvias, ese crujiente romance entra en un bache del que es complicado reponerse. La humedad cambia la dinámica química de la comida, y el pan no es la excepción. Ese birote de la misma panadería de toda la vida toma otra forma cuando llueve. Su migajón tiene otra consistencia, su corteza no se deshace en decenas de morusas cuando lo cortas con el cuchillo de sierritas. Pero con años de tapatía experiencia, sabes que un comalito o una cacerola le pueden devolver esa textura que, juramos, solo puede darse en estas tierras. 

Eso sí, que nadie de otras latitudes venga a decirnos que la lluvia huele a drenaje, que el birote se siente o sabe distinto o que apenas llueve y ya no sabemos manejar, porque nos causa tapatía indignación. 

Como los jarritos, pues. 

De Tonalá. 

Twitter: @perlavelasco

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