Hospitales

2022-04-07 06:00:00

Son tantas y tantas las historias que no podemos ser capaces de conocerlas todas. Los hospitales son de esos lugares donde todos los sentimientos se combinan de formas en que a veces ni siquiera creemos posibles. Más los hospitales públicos, todavía más los que son grandes y adonde acuden personas de cualquier punto del país, en ocasiones con apenas lo necesario para ser atendidas. 

Pero cada quien tiene su historia y en el ajetreo no solemos poner atención en los demás, en lo que piden, en lo que escuchamos de sus breves palabras. 

Escribo esto apenas horas después de que mi mamá fuera dada de alta de una intervención quirúrgica. Cuando mi tía y yo conversábamos a las puertas del Hospital Civil noté a una mujer joven. Me fijé en ella porque sus ojos estaban llorosos. Traía un cubrebocas azul claro, el cabello castaño recogido en una coleta, una blusa color pastel, pantalón y un bolso. Se acercó a la estación de vigilantes y la escuché decir que estaba buscando a alguien desaparecido. No supe más. Yo estaba en mi propia conversación, en mi propio mundo, en mi propia preocupación. Ahora, mientras escribo, en plena madrugada, pienso en que tal vez podría haberle ayudado, en que podría haberle preguntado si necesitaba algo, que podría haberle sugerido, si era posible, que contactara con grupos de búsqueda de la ciudad; incluso podría haberle pedido los datos de la persona a quien buscada y difundirlos en mis redes sociales, contribuir aunque fuese un poco a alivianar su peregrinar tras las pistas de la persona a quien busca. Y lo lamento. En serio que lo lamento. 

Mi visita al Juan I. Menchaca es ya entrada la noche. Y me parece inusualmente tranquilo, incluso en la rampa de Urgencias. Las veces previas que fui, hace años, todo solía estar lleno, como un hormiguero alborotado antes de la lluvia. Tal vez es que ahora solo una persona puede estar dentro, como acompañante del enfermo, sin visitas extra. Las personas comen y dormitan en sus carros, si los tienen, mientras que otros esperan con carpetas y sobres amarillos en mano, con cubrebocas a medio poner, con plumas que se prestan, fumando un cigarro tras otro o con algo de comer comprado en las tiendas de enfrente. 

Cuántas personas en situación de indigencia hay, pienso mientras camino la calle Salvador Quevedo y Zubieta, y me pasa por la mente la pregunta de cuáles circunstancias las habrán llevado a donde están ahora. Un perrito mediano, de pelo quebradizo café y gris, ojos miel, collar y plaquita de vacunación se me acerca. Me huele las mangas de los pantalones y lo saludo. Porque soy el tipo de persona que saluda a los perritos, la verdad. Me ve, mueve apenas la cola y regresa a echarse a dormir con su humano, uno de los tantos que han hecho de las calles su hogar. Cuánta compañía puede uno encontrar en los animales; recuerdo a mis gatos que me esperan en casa y las veces que ellos me salvaron de mí misma en momentos oscuros de mi vida. 

Ya es la madrugada del jueves. Y a esas horas, en un pequeño espacio habilitado con juegos infantiles en una cuchilla terregosa frente a la entrada a Odontología, unos niños se columpian con harta alegría. Lo primero que viene a mi cabeza es qué hacen a esa hora en las calles. Luego me regaño y digo en voz alta que no sé sus circunstancias. No sé si son parte de quienes esperan la noticia de un familiar y entretienen su aburrimiento a causa de la jornada de vigilia o si solo a esa hora pueden salir un rato a jugar, confiados en que siempre hay personas en la calle. 

Puestos de tacos, sillas de ruedas, personas con batas blancas caminando entre la gente; la farmacia, atiborrada; una casa de campaña anaranjada en medio de la acera; pases de visita, hojas selladas, ir y venir de enfermos y sus familias. 

No hay tiempo para tantas historias ajenas. 

E incluso apenas podemos con la propia. 

A veces. 

Twitter: @perlavelasco

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