Vac�os

2022-12-15 06:00:00

Cuánta falta nos hacen nuestros muertos por estas fechas. Cuando nos sentamos a la mesa, en medio de la algarabía de los festejos decembrinos, cuando abrazamos a nuestros amigos que hace años no vemos, cuando nos tomamos la foto del recuerdo con la familia entera, cuando cocinamos aquello que más nos gusta o mejor nos sale para compartirlo con quienes queremos… sí que nos hacen falta.

Cuando quien falta ya murió, al menos sabemos que su corazón ya no late. Tenemos la ineludible certeza de la ausencia física eterna y poseemos un lugar adonde podemos ir a hablarle. Llorarle, rezarle, contarle los bienes y los males que nos aquejan. Llevarle flores, deshierbar su tumba, limpiar su cripta.

Y esa certeza ineludible no la tienen miles de familias en este país, con sus desaparecidos a cuestas, con sus buscadoras sin descanso, con sus familias sin respaldo, con sus autoridades sin voluntad, con sus habitantes sin empatía.

Los humanos buscamos la tranquilidad de la certidumbre. Vamos por la vida pidiendo lo que sea, bueno o malo, pero ya, porque la agonía es insoportable. Buscamos la garantía de que los médicos harán todo aquello que esté en sus manos e incluso más para que nuestra vida siga, para que nuestro cuerpo continúe completo, sin daños ni malestares. Buscamos una religión o una creencia de la que podamos obtener paz interior cuando sus ministros nos dicen que cuando dejamos de respirar para siempre tenemos un espíritu, un alma, una conciencia que trasciende lo físico y llega allá, a la dicha eterna, al cielo, al Mictlán, al universo, donde ya no hay dolor, donde nos reunimos con nuestros seres amados, donde un padre bueno o una madre amorosa nos esperan con los brazos abiertos para reunirnos para siempre con ellos hasta el fin de los tiempos.

Yo tengo la enorme fortuna de saber dónde están los ausentes de mi mesa. Dónde están mi abuelo y mi abuela, dónde está mi hija, dónde están mis amigos. Sé dónde están enterrados, dónde descansan sus cenizas.

No debo buscarlos con picos y palas, con manos en carne viva, como las miles de mamás, hermanas e hijas que abandonaron todo tras la escurridiza certidumbre de saber dónde están, dónde yacen sus amados hijos, hermanos y padres que estarán ausentes en la cena de Navidad, en ese abrazo de fin de año, en ese momento de convivencia que tendría que acabar con un pequeño obsequio.

Esta semana los periodistas Lauro Rodríguez y Guillermo Rivera presentaron una investigación para Connectas con el apoyo del International Center for Journalist. Su trabajo estuvo centrado en el hallazgo de fosas, la labor de las mujeres buscadoras y las omisiones del Estado para acompañar, registrar y cuidar. Me puse a pensar en las posibles razones de que la mayoría de quienes buscan a los desaparecidos sean mujeres y aunque mi infinita ignorancia me hace tener algunas hipótesis, son ellas mismas quienes refieren que esto se debe al rol cultural que se les da a las mujeres acerca del cuidado de la familia, a que la mayoría de quienes desaparecen son hombres y son las mujeres de su entorno quienes pueden buscar.

No puedo más que imaginar el dolor de la ausencia sin certezas. El corazón en vilo cuando, la víspera de Navidad, una mamá prepara la comida favorita de su hijo desaparecido desde hace meses, tal vez años. Esa memoria amorosa traída al presente, en el que quisieran hablarles, abrazarlos, estar con ellos, verlos crecer. Justo pienso en los libros Recetario para la memoria, donde buscadoras de Sinaloa y de Guanajuato comparten las recetas preferidas de sus desaparecidos en un afán de no olvidarlos, de paliar la ausencia.

Que estas celebraciones rumbo al fin de año nos llenen de comprensión ante el dolor del otro; que regalemos la escucha, el acompañamiento, el entendimiento y la atención.

Porque esas sillas vacías no se llenan con discursos ni con buenas intenciones, sino con certezas y acciones.

Y amor.

Twitter: @perlavelasco

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