El profesor de música de la primaria urbana 910, a espaldas del Code Jalisco, donde aún está, nos hacía cantar canciones viejitas que, sinceramente, poco entendíamos. Por allá desde mediados de los ochenta a inicios de los noventa pasábamos de cantar tu cabeza en mi hombro a zapatos de raso bordados de seda te voy a comprar a cuentan que esa paloma no es otra cosa más que su alma.
Pero había una en particular que, hasta la fecha, recuerdo con claridad. Hablaba de un amor de cien años, de remolinos de recuerdos, de mariposas amarillas… Como era de esperarse, nadie más que, supongo ahora, el mismo profe de música sabía de qué trataba esa canción y yo lo supe mucho tiempo después, pero eso no impedía que medio decentemente soltáramos estrofas como “La tristeza de Aureliano, el cuatro / La belleza de Remedios, violines / Las pasiones de Amaranta, guitarras / El embrujo de Melquiades, oboes”.
Cien años de soledad ni siquiera fue mi libro favorito de Gabriel García Márquez, quien este reciente 17 de abril cumplió ya una década de fallecido. La obra, decían y siguen diciendo los de verdad expertos, es una de las esenciales del idioma español y, en general, de la literatura universal. Yo la leí en una edición de Diana, pasta blanda beige, y entonces no venía con el árbol genealógico incluido, como he visto después otras ediciones, algunas de ellas de lujo.
En mi casa familiar hubo tres libros adultos que abrieron mi mente a otro universo: Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe, en una modesta edición de Porrúa; Del amor y otros demonios, de García Márquez, en pasta dura, también de Diana, y El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, de Robert L. Stevenson, que formaba parte de una maravillosa colección de Club Joven Bruguera, cuyos números se compraban cada cierto tiempo en los puestos de periódico.
Abril, una de mis mejores amigas, quien fue mi compañera en la secundaria y la preparatoria, recordó perfecto mi amor por ese libro azul de tapa dura de García Márquez cuando hace unos años escribía lo que había significado esa novela para mí. Lo lleve y lo traje para todos lados tanto tiempo que la sutil película plástica de la portada comenzó a desprenderse y enrollarse en sí misma.
Y si bien la novela la leí al menos tres veces y el libro lo perdí en una de las múltiples mudanzas que he hecho, es su prefacio el que, ya después de muchos años, me sigue causando la misma emoción (incluso ahora que lo releí para esta columna). En ese par de hojas García Márquez explica cómo dio con esa historia: cuando era reportero, su jefe lo mandó a buscar algo del tipo “a ver qué sale” de entre los huesos aristocráticos y de la élite religiosa que eran exhumados de un convento a punto de ser demolido. Allí encontró el cráneo menudo de una niña cuya cabellera medía 22 metros, lo que a su vez le hizo recordar una historia que le contaba su abuela sobre una marquesita a quien no le habían cortado jamás el pelo, muerta a los 12 años presa de la rabia.
Del amor y otros demonios se convirtió así en uno de mis esenciales, eso que contestas cuando alguien te pregunta sobre los libros que han marcado tu vida, porque siento que le abrió la puerta a mi yo adolescente a un mundo que no conocía, pero que tenía tantas aristas como cubrir una noticia o ser el germen de una novela.
El periodismo.
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