Nos escondíamos entre los carros y nos metíamos a las cocheras de los vecinos sin que ellos se quejaran; tomábamos agua de la llave con tal de no tener que entrar a nuestras casas y que ya no nos dejaran salir; nos sentábamos en la acera, acalorados; corríamos detrás de Poncho, el vendedor de nieve que aún recorre las calles de la colonia en la que crecí y donde pasé una niñez feliz.
Aprendimos a andar en bici a fuerza de raspones y caídas; los patines nos llevaron a estrellarnos en canceles y autos estacionados; pasábamos los veranos en las casas de nuestras amistades o yendo a Chimulco, Agua Caliente o Los Camachos, y pasando algún fin de semana atrapando luciérnagas en las cabañas de la UdeG, en medio del bosque.
Las Navidades con posadas en cada casa, cargando peregrinos y rezando el rosario, para luego disfrutar de la hospitalidad de los demás: unas tostadas de mole, unos tamales, champurrado o atole, ponche también, una piñata, los bolos con colaciones y pedazos de caña, con las cartas al Niño Dios en el árbol y los zapatos al pie del Nacimiento.
Porque era un festejo que a una vecina le hubieran regalado a una perrita, Rufina, en tiempos donde realmente eran pocas las personas que tenían perros para acompañar a sus hijos. Porque pasábamos tardes felices turnando y haciendo retas cuando a alguien le compraron una consola de Nintendo; porque nos íbamos a la calle con pelotas de futbol y de tenis y jugábamos a ser Jorge Campos o Andre Agassi, sin importar que fuéramos niños o niñas.
Por las horas camino a los campamentos de verano en la primaria en Tapalpa, separados en dormitorios comunes de niños y niñas, a veces en literas, otras en camas individuales, con fogatas y observaciones del cielo nocturno; con caminatas larguísimas y calurosas acompañados con nuestros Pepsilindros llenos de agua, porque esa era la moda; con unos tenis blancos nuevos que se echaron a perder porque tercamente me los llevé a uno de esos recorridos y varios de nosotros nos hundimos en una tierra colorada y fangosa, rumbo a Las Piedrotas.
Con los cumpleaños y las pijamadas y los fines de semana en la casa de alguien, viendo películas de terror sin permiso de los adultos, muertas de miedo, para luego dormir hechas bolita una al lado de otra.
Los viajes en auto con la mayor de mis primas, a quien le llevo año y medio, para ir a Jocotepec o a Chapala. Los saltos a la de tres a la alberca helada, sin calefacción, para que no nos arrepintiéramos de meternos, mientras mi mamá y mi abuela preparaban pizzas en el horno del bungalito que habían rentado por un par de noches. También con ellas las visitas al pueblo de nuestros abuelos, donde en invierno las tuberías se congelaban y en verano nos bañábamos a jicarazos en el patio central de la casa, con el zaguán abierto.
No puedo reprochar nada a mi infancia. Crecí en un espacio seguro, lleno de vecindad, de comunidad, de acompañamiento; aprendí en una escuela primaria pública con maestras y uno que otro maestro (la mayoría eran mujeres) interesadas, preocupadas, comprometidas; me acompañaron catequistas y sacerdotes increíbles, porque mi actual agnosticismo no me impide reconocer su vocación y su servicio. Eran mis tres mundos afuera de mi familia. Y de los tres pude aprender y crecer.
El 30 de abril estuve pensando mucho en esa niña que fui y en la vida increíblemente dichosa que tuve. Y recuerdo a todas esas personas a mi alrededor que hicieron que la Perla de hace más de 30 años atravesara esa etapa con tanta facilidad.
Gracias por tanto.
X: @perlavelasco
jl/I
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