Cada cierto tiempo, como en un ciclo infernal, las minorías –como nos llaman a todas las que no somos hombres blancos heterosexuales– recordamos que ninguna de nuestras garantías, ninguno de los derechos por los que hemos peleado, están del todo conquistados. Todo puede perderse. Basta una mirada diaria a las noticias internacionales para comprobarlo.
Y, sin embargo, caminamos.
No hablo solo de conquistar, casi arrebatar, los grandes derechos, como decidir cuántos hijos tener o cuándo tenerlos, o que se nos haga justicia o que no nos maten; hablo también de los gestos mínimos y, por lo tanto, profundamente políticos como viajar, recorrer el mundo, habitarlo con el cuerpo, caminar.
El nuevo libro de Cristina Rivera Garza, Premio Pulitzer desde 2024, hace un ejemplo luminoso de esto. A primera vista, los cuentos reunidos en Terrestre (Random House, 2025) parecen relatar la llegada de seres extraordinarios –casi extraterrestres– a escenarios insólitos, relatos especulativos, donde siempre parecen expuestas y fuera de lugar. Pero luego una lectura más atenta revela que estos personajes no son otra cosa que mujeres simplemente habitando el mundo real, ese mundo terrestre que se vuelve raro cuando lo recorremos, por fin, con atención, curiosidad y con deseo, como cuando andamos las mujeres en libertad.
Después del inmenso éxito de El invencible verano de Liliana, donde narró el feminicidio de su hermana, Rivera Garza vuelve a la narrativa breve para hablar de viajes, desplazamientos y trayectos interiores hechos a lo largo de un tiempo suspendido en tren, en camiones y a pie en la naturaleza, en pueblos fantasma, en ciudades inmensas. Las protagonistas de estos cuentos atraviesan territorios salvajes –no solo geográficos, sino emocionales– y en el camino, como suele ocurrir, se transforman, regresan al punto de origen. Regresan al cuerpo: esa es la proeza de este libro.
Ya en otros títulos antes, en otros cuentos, incluso en poemas, Rivera Garza había puesto a sus personajes en este tipo de derivas y caminos sin rumbo. Estos, casi siempre, son de mujeres que se enfrentan a múltiples riesgos a partir del ejercicio de su individualidad y todo lo bueno y lo malo que eso conlleva: el pasado oscuro, el presente extraño, el futuro incierto.
Sus historias, en ese sentido, hablan de lo que ocurre cuando uno decide habitar el mundo a pesar del miedo. Una invitación tentadora, hay que admitir. De moverse aun cuando todo allá afuera parece diseñado para expulsarnos del espacio público. Y, sin embargo, ahí, en medio del riesgo y de la amenaza latente, también ocurre lo bello: los paisajes que deslumbran, los encuentros que conmueven, el placer de caminar sin más destino que el movimiento.
Es fácil olvidarlo. Es fácil pensar que el abatimiento es la única respuesta posible ante la violencia. Pero en cada paso, en cada mirada abierta al mundo, hay una forma de libertad ganada a pulso por la lucha feminista. Y Rivera Garza no lo olvida.
En Terrestre, caminar es un acto radical. Es decidir sobre el espacio, sobre el cuerpo, sobre el deseo. Es trazar un mapa íntimo en terrenos que parecen ajenos. Es arriesgarse, sí, pero también resistir. Porque incluso en las arenas movedizas, entre el lodo o el abismo, las mujeres siguen, seguimos andando. Rivera Garza dice que venimos de la pregunta. “Venimos de la circunspección que provoca la pregunta y desata la curiosidad. ¿Para qué fueron hechos a final de cuentas nuestros pies? ¿Qué más se puede forjar con las manos, con el esqueleto, con el estómago? Venimos de lejos, de la interrogante, y nos sentamos aquí”.
X: @alecarrillogl
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