Hay un sentimiento de inocencia casi insoportable en la forma en la que Niñapájaroglaciar, el libro más reciente de la autora colombiana Mariana Matija, está escrito. Uno parece encontrarse de pronto, mientras avanza encantado por su narrativa, frente a la presencia de algo hermoso, pero terriblemente frágil. Algo a punto de romper a llorar, a huir asustado.
No creo que se trate de un accidente que el libro parezca narrado desde la voz maravillada y asombrada de una niña que no entiende por qué las mascotas que la acompañan no duran para siempre o por qué los vecinos no adoran como ella un árbol que estuvo antes que el edificio de departamentos.
Tal vez se trate de una forma extraordinaria, extraña, quizá, de relacionarse con el mundo.
Una forma distinta, casi dolorosa, de mirar a los insectos, a las avecillas que se cuelan, asustadas y curiosas, en nuestras cuatro paredes, a los perros, a las montañas. Pero conforme pasa el tiempo más me parece que es la mejor manera, una opuesta a la explotación: la del asombro. La de querer entender y hablar con el mundo que nos rodea antes de sacarle algún provecho.
Al principio en el libro uno parece estar frente a una persona que sufre por algo amado que se encuentra enfermo, el final de los días del monte, del bosque, del mundo como lo conocemos.
Pero pronto quien lee se da cuenta de que no está simplemente frente a la presencia de una pérdida ajena, de alguien que llora desolada, y de que en realidad se encuentra del mismo lado perdiendo también, por ejemplo, la playa en la que su abuelo nadó por horas en el momento más precioso de su infancia. Ahora que él se ha ido la playa es incapaz de guardar su recuerdo, depredada para siempre por los intereses económicos que la vuelven al mismo tiempo un cuadro falso para los turistas y el drenaje de los hoteles de lujo.
Es real porque todo allá afuera, todo lo que decidimos hermoso, importante, se nos está escapando de las manos en esa operación angustiante de la memoria que vuelve al presente en pasado. Depredado por intereses que no acaban de tocarnos nunca a la mayoría de quienes vivimos aquí en la tierra, el mundo que nos rodea, que nos habla, que intenta hacernos entender algo importante, se queda sin palabras. Ese mutismo es el que explora la autora en este libro de ensayos publicado apenas en México este mes por la editorial Almadía.
En él, la autora aborda desde su experiencia personal, las pérdidas que ha afrontado cuando se fueron extinguiendo los paisajes que la conformaron en la infancia: el glaciar tropical que veía en los paseos de escalada con su familia, las aves en la casa en la que vacacionaba en su infancia, el cielo de las ciudades que soñaba. Esas cosas que cuando se acaban dejan de darnos claves sobre el mundo en toda su extensión complicada. Nos dejan, entonces, sin pasado, y por lo tanto sin reflejo nuestro disponible para dejarlo cuando nos hayamos ido.
Este libro es el registro de un duelo compartido, aunque no queramos verlo. Parte de la certeza de que los paisajes que nos acompañaron hasta hace apenas unos años están desapareciendo dejando lagunas de ausencias en nuestras memorias del mundo: no guardaremos qué se sentía nadar en ese río, andar en esa selva, despertarse frente a esa playa. Pronto no nos dirán nada las huellas de ciertos árboles. En la memoria también de nosotros en el mundo, perder y olvidar después nuestros paisajes emocionales es perdernos a nosotros y esa pérdida vertiginosa en palabras de Mariana Matija, es insoportable.
Y no es una pérdida, declara la autora, que tenga que ver con una posesión.
Es un lenguaje entero y colectivo formas de pensar, de querer, de regresar que nos van dejando, declara, cada vez más solas, más solos.
X: @alecarrillogl
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