Cada día se acumulan más evidencias que advierten una deriva autoritaria en nuestro país. La afirmación puede sonar alarmista o exagerada, pero es una preocupación legítima. No porque estemos frente a una dictadura, pero sí porque las señales de un deterioro democrático se acumulan y no deberían ser ignoradas.
Bajo el gobierno de Andrés Manuel López Obrador el país fue testigo de un proceso de concentración del poder como no se había visto desde hace décadas. Y no se trata solo de una figura carismática o de mayorías legislativas artificiales. Se trata de una lógica de gobierno que desconfía del pluralismo, que recela de los contrapesos y que ve en la crítica un enemigo, no una oportunidad de enmienda.
El caso del Instituto Nacional Electoral (INE) es emblemático: convertido en blanco de ataques sistemáticos desde Palacio Nacional, el organismo ha sido objeto de intentos de debilitamiento presupuestal y estructural (se vislumbra una reforma la cual, de seguro, contemplará la elección de sus consejeros). Lo mismo ocurre con el Inai, el Inegi y otros organismos autónomos que estorban, desde la lógica del poder, porque no obedecen órdenes ni intereses partidistas. El Coneval (su función era analizar la pobreza) ha sido la institución recién “obliterada” (diría Trump).
A esto se suma la militarización acelerada del país. En nombre de la eficiencia y la honestidad, las Fuerzas Armadas ahora construyen aeropuertos, controlan puertos, manejan aduanas y operan proyectos estratégicos como el Tren Maya. Todo esto sin los controles civiles adecuados, con decretos que ocultan información pública bajo el argumento de la “seguridad nacional”. ¿Qué queda de la rendición de cuentas?
La prensa tampoco ha salido ilesa. Aunque no hay censura directa, la hostilidad desde la presidencia es constante. Los periodistas críticos son descalificados, exhibidos y, en algunos casos, perseguidos desde el micrófono más poderoso del país. En un contexto donde ser periodista ya es una profesión de alto riesgo, la diatriba oficial no hace más que atizar el fuego.
La más reciente ocurrencia apunta al corazón de la democracia: elegir por voto popular a los ministros de la Suprema Corte, desaparecer organismos constitucionales autónomos o concentrar facultades estratégicas en la figura presidencial. Todo esto bajo la bandera de una supuesta “voluntad del pueblo”, como si la democracia se redujera a ganar elecciones y no incluyera límites al poder, pluralismo político y protección de derechos.
La deriva autoritaria no siempre se impone con botas militares en la calle. A veces avanza con aplausos, decretos y discursos incendiarios. Lo preocupante es que nos acostumbremos. Que empecemos a ver como normal que el poder se imponga sin diálogo, que la crítica se castigue y que la legalidad se ajuste a conveniencia.
México sigue siendo una democracia; pero cada vez más frágil. Y lo es no solo por quienes la erosionan desde el poder, sino también por quienes callan, justifican o simplemente miran hacia otro lado. Lo único que nos queda es la palabra, aunque ahora van por quienes la usan para alzar la voz.
@Ismaelortizbarb
GR
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