Donde acaba la independencia judicial, empieza la tiranía
Montesquieu
El 1 de septiembre entró en funciones el nuevo Poder Judicial con la pata izquierda. Su debut se ha caracterizado por pifias, renuncias y ridículos propios de una institución “popular” integrada por inexpertos e improvisados, sin pasar por una carrera judicial que, si bien requería reformas, cumplía un cometido profesionalizante.
El papel del Poder Judicial debería ser el máximo contrapeso al poder presidencial; sin embargo, ha sido cooptado por el Ejecutivo, que se sirve de sus debilidades institucionales para someterlo. Es la culminación de un proceso de erosión que viene de décadas, pero que se ha intensificado con la 4T bajo un estilo político que confunde legitimidad electoral con carta blanca para colonizar al Estado. Así, la justicia se ha configurado como un apéndice del presidencialismo.
La cooptación se ejerce mediante recompensas y castigos: promesas de futuros cargos para quienes se alinean, campañas de desprestigio para quienes osan disentir. El aparato mediático oficialista ha hecho de los ministros críticos los nuevos villanos de la nación, acusándolos de “traidores”, “corruptos” o “conservadores”. Se trata de una táctica eficaz: el juez ya no resolverá conforme a derecho, sino calculando el costo político y mediático de cada resolución.
El presupuesto se convirtió en un arma adicional de control. Bajo la retórica de la “austeridad republicana”, se le recortaron recursos, debilitando su operación e inhibiendo su capacidad de independencia. ¿Cómo exigir firmeza a una institución que depende financieramente del poder al que debería vigilar? Es la receta perfecta para la subordinación.
El Consejo de la Judicatura Federal, que debería ser garante de la disciplina interna, es otra pieza capturada. Sus integrantes responden a cuotas políticas, y su función se ha reducido a la administración dócil del mandato presidencial. De esta manera, los jueces federales quedan a merced de un órgano disciplinario controlado desde arriba, lo que mina cualquier incentivo a fallar con autonomía.
Pero acaso el golpe más corrosivo viene de la narrativa presidencial. Desde la tribuna mañanera se ha instalado la idea de que los ministros que no se pliegan al Ejecutivo actúan contra “el pueblo”. Es una perversión peligrosa: se sustituye la lógica de contrapesos por la lógica plebiscitaria, donde cualquier límite al poder es retratado como una traición a la voluntad popular. Esa es, en el fondo, la antesala del autoritarismo.
Aunque el gobierno la presentó como una “democratización” para combatir la corrupción y acercar la justicia al pueblo, en realidad es una estrategia para someter el Poder Judicial al control político del Ejecutivo y el partido en el poder. Su captura no es solo un problema técnico: es un ataque directo al corazón de la democracia. Sin jueces libres, lo que queda es un Estado de derecho vaciado, un cascarón que legitima la arbitrariedad presidencial. Hoy, más que nunca, es urgente recordar que la justicia no puede ser rehén del poder político, porque cuando el juez se convierte en súbdito, el ciudadano queda inerme frente al abuso.
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