Hay escenas que deberían ser imposibles. Una adolescente de 14 años entra a un quirófano no para salvar su vida ni corregir un daño congénito, sino para modificar su cuerpo bajo la promesa de belleza, cuando ese mismo cuerpo aún estaba en formación. Paloma no salió viva del hospital, pero su nombre ahora se suma a la constelación de vidas segadas por una mezcla de negligencia, vacío legal y una sociedad que sigue imponiendo a las niñas (y a las mujeres en general) un estándar de belleza.
Paloma falleció el 20 de septiembre debido a complicaciones posteriores a una cirugía estética de aumento mamario. La cirugía fue llevada a cabo por un médico que además era su padrastro. Según la denuncia del padre de Paloma, el procedimiento se realizó sin su consentimiento y solo contó con la autorización de la madre de la menor.
Se perdió una vida y hubo un contexto social y cultural que de alguna forma lo hizo posible. ¿Qué mensajes escuchó Paloma? ¿Qué urgencia interior la llevó a pensar que su cuerpo, apenas en proceso de formarse, de cambiar, necesitaba corregirse? No basta con señalar la posible irresponsabilidad de un cirujano o la probable omisión de las autoridades de salud. También hay que voltear a vernos. Porque tenemos décadas discutiendo sobre publicidad, entretenimiento y presiones sociales que ponen el valor de las mujeres en el tamaño de su cintura y en la forma de su cuerpo.
La medicina mundial ha sido clara: las intervenciones estéticas en menores deben ser excepcionales, justificadas médicamente y acompañadas de evaluaciones psicológicas. Pero en el caso de Paloma pareciera que no hubo leyes lo bastante severas ni controles efectivos ni campañas suficientes que advirtieran del peligro real detrás de esas promesas de “arreglar” su cuerpo.
Reducir todo a un problema de regulación sería insuficiente. Porque detrás está el espejo social que devuelve una imagen distorsionada a las niñas. Una adolescente no debería sentir que su cuerpo es un error por corregir, mucho menos debería pagar con la vida por ello. Regular es urgente, sí; sancionar a quienes actuaron con negligencia, también. Pero igual de urgente es cambiar el discurso que hemos construido: dejar de enseñarles a las niñas que su valor está en su talla y sostenerlas con mensajes que celebren su fuerza, su inteligencia, su singularidad.
Paloma no puede convertirse en una estadística ni en una anécdota trágica que se olvida con el siguiente escándalo. Su muerte debería ser un recordatorio incómodo de lo que pasa cuando el Estado abdica de su deber de proteger a los más vulnerables y cuando la sociedad convierte la belleza en un mandato, en una obligación, en casillas por marcar.
Que su historia nos mueva a cuestionarnos (y hasta replantearnos) el mundo que están afrontando nuestras hijas, nuestras sobrinas, nuestras nietas. Porque si la adolescencia debería ser un tiempo para explorar, para aprender, ¿qué dice de nosotros que tantas niñas lo vivan como un tiempo para pensar en “corregirse”, en “mejorarse”, en cambiar un cuerpo que ni siquiera ha terminado de crecer?
La justicia para Paloma no será completa si no logramos impedir que otra adolescente, en cualquier rincón del país, entre en un quirófano convencida de que ser ella misma no es suficiente.
Que no basta.
X: @perlavelasco
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