El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente
Lord Acton
Durante seis años, el mantra oficial de Morena –“No somos iguales”– ha funcionado como un escudo moral y una bandera política. Con él, el movimiento fundado por López Obrador se ha proclamado distinto, incorruptible, éticamente superior a los regímenes priistas y panistas que le precedieron. Pero la realidad, terca y documentada, muestra que esa diferencia es más retórica que sustantiva. Los casos de corrupción que salpican a la llamada cuarta transformación (4T) evidencian que el poder, aun envuelto en consignas morales, termina reproduciendo sus viejas deformaciones.
El ejemplo más brutal es el de Segalmex, una institución creada para garantizar la soberanía alimentaria y que terminó convertida en una maquinaria de saqueo. La Auditoría Superior de la Federación ha identificado más de 15 mil millones de pesos desviados, con empresas fantasma, contratos simulados y triangulaciones al estilo de la Estafa Maestra. Es el fraude público más grande del sexenio y, paradójicamente, ocurrió bajo el gobierno que se decía enemigo de la corrupción.
A eso se suman los conflictos de interés familiares: el caso de José Ramón López Beltrán y la llamada Casa Gris en Houston, vinculada con una empresa contratista de Pemex, simbolizó la fractura entre la prédica y la práctica. Mientras el presidente exigía austeridad y honestidad republicana, su entorno más cercano reproducía los privilegios que juró erradicar.
En el ámbito institucional, Pemex y la refinería de Dos Bocas han sido un pozo sin fondo de discrecionalidad y sobrecostos. Lo mismo ocurrió con el Tren Maya, donde 98 por ciento de los contratos se otorgaron sin licitación y el Ejército se transformó en un actor económico opaco, protegido por decretos de “seguridad nacional”. La corrupción no desapareció: se militarizó.
La estructura de los “servidores de la nación”, dedicada supuestamente a coordinar programas sociales, es otro rostro del mismo fenómeno. La manipulación electoral del gasto público revive el clientelismo priista, solo que bajo un relato mesiánico que lo justifica como justicia social.
Reportes periodísticos recientes vinculan a Andy López Beltrán y al senador Adán Augusto López, con una presunta red de “huachicol fiscal” y a José Ramiro López Obrador de adquirir 13 ranchos en Tabasco, ocho de ellos entre 2018 y 2023.
El discurso anticorrupción del lopezobradorismo se construyó como un relato moral, no como una política de Estado. En lugar de fortalecer los mecanismos de rendición de cuentas, se concentró el poder, se debilitó la transparencia y se sometió a los órganos fiscalizadores. En ese vacío floreció una nueva élite burocrática que se mira a sí misma como heredera de una misión histórica (curiosamente, muchos de sus filas colmada de ex priistas y ex panistas).
El resultado es una ironía monumental: la autoproclamada regeneración moral del país terminó consolidando una nueva “mafia del poder”, igual de opaca, igual de arrogante, igual de impune. En la 4T, los “no somos iguales” terminaron siéndolo –y a veces, incluso peores– porque lo hicieron envueltos en la bandera de la virtud.
X: @Ismaelortizbarb
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