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Como muchos otros de mi generación he tenido una visión más bien romántica del motociclismo, no del motocross, sino del que se conoce como turismo. Recuerdo que un amigo de la EBC, allá por 1969, tenía una BSA con motor de 650cc, estaban de moda también las Triunph de 450cc y las Honda de 400cc, pero las reinas en la imaginación de todos eran siempre las Harley Davidson con motores de más de 1000cc, gracias a películas épicas como ‘Easy Rider’ o ‘Nacidos para perder’.
Veíamos entonces los fines de semana por la carretera a Cuernavaca los grupos de motociclistas circulando, a veces a exceso de velocidad, en sus paseos de fin de semana o en la salida a comer dominical, luciendo sus motos y, los de H&D haciendo rugir sus máquinas.
Hace poco más de 20 años fui el feliz poseedor de una H&D con la que circulé de paseo tanto urbano como carretero, disfrutando por el solo hecho de conducir la moto. Lamentablemente tuve que venderla y ya no pude recuperarla, aunque me hubiera gustado hacerlo.
Lamentablemente, el gusto por las motocicletas se pervirtió. Hoy se convirtieron en una verdadera plaga que sufrimos todos los que circulamos por las calles: Transporte público, automovilistas, ciclistas y peatones estamos expuestos a los excesos e imprudencias en que incurren.
En los últimos años, las calles de las ciudades mexicanas se han visto invadidas por una nueva plaga urbana: los motociclistas repartidores. Lo que comenzó como una alternativa práctica de empleo y movilidad se ha convertido en un serio problema de convivencia vial. Miles de motocicletas circulan a diario entre autos, camiones y peatones, desafiando la ley y el sentido común. No hay semáforo ni carril que respeten; cruzan por banquetas, se meten entre autos detenidos, y muchos circulan sin casco, sin placas o con teléfonos en mano. La urgencia de entregar un pedido parece justificar cualquier imprudencia, mientras las autoridades observan desde lejos.
La anarquía motorizada no solo entorpece el tránsito, sino que pone en riesgo a todos. Los accidentes protagonizados por motociclistas han aumentado drásticamente, y en la mayoría de los casos, la responsabilidad recae en la imprudencia y la falta de regulación efectiva. Aun así, la respuesta gubernamental ha sido débil, casi inexistente. Se tolera el desorden bajo el argumento de que estos repartidores “trabajan duro” o “apoyan la economía digital”, sin considerar el costo social de su descontrol.
El problema no es la motocicleta ni el oficio, sino la ausencia de Estado en la calle. Las leyes de tránsito existen, pero su aplicación es selectiva y esporádica. No hay filtros, capacitaciones ni sanciones reales. Las plataformas de reparto se deslindan, los gobiernos callan y los ciudadanos pagan las consecuencias.
La ciudad se ha vuelto una jungla de motores pequeños y actitudes grandes, donde la velocidad y la impunidad dominan. Mientras no se imponga el orden, el espacio público seguirá siendo territorio de nadie, y la convivencia vial, un riesgo que todos compartimos por la omisión de quienes deberían garantizarla.
Hace falta, como en muchas otras cosas, que recuperemos el Estado de derecho y haya una efectiva aplicación de las leyes vigentes.
Así sea.
X: @benortegaruiz
jl/I
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