Libros que no debieran existir

2018-03-05 23:17:05

Hay libros que no debieran existir. Que tan sólo por su título merecieran no ser publicados. Que duele leerlos. Que remiten a sensaciones de pesadumbre, de pesadilla que solidifica músculos y nervios, de angustia que amarga cada centímetro del cuerpo y agota la energía del alma. Son publicaciones que cuesta trabajo abrir siquiera la primera o segunda página. Que impiden continuar su lectura. Que deslizar los dedos por su papel, aunque sea fino o su edición esté pulcramente cuidada, sobresalta los miedos que acechan. Rozar o seguir sus letras abre terrores.

No son cualquier publicación. Son libros que evocan a personas amadas, a sus voces, aromas, risas y sueños que compartían. Que traen imágenes de sus rostros, su forma de caminar o vestir; que al incentivar los recuerdos llevan hasta la mente cada detalle de las habitaciones en que dormían, de cuando eran niños o niñas y, de pronto, por la velocidad con que transcurre la vida ya son jóvenes o adultos. Son libros de ausencias. De cada uno y cada una, sin referirse en especial a alguien; o tal vez sí. De quienes ya no están, de quienes de pronto no regresaron, de quienes no fue posible despedirse y, peor, ni su familia y amigos pudieron advertirles, acompañarlos, protegerlos. De abrazarlos en el peor momento de su vida. Son libros que condensan sufrimientos. Son libros que huelen a muerte.

Sin embargo, habrá que dar marcha atrás: son libros necesarios. Con todo lo que puedan despertar o simbolizar, son tristemente útiles. No hay que llamar a los bomberos de Fahrenheit 451 para condenarlos a las llamas. No hay que lanzarlos a la hoguera como en 1530 se hizo con códices aztecas ni reducirlos a cenizas como festejaron los nazis en 1933, ni se necesita un juez argentino que ordene quemarlos un año, como 1980. Tampoco hace falta bombardear el lugar en que están, como ocurrió en una biblioteca de Sarajevo en 1992, ni alentar desaparecerlos con el fuego que destruyó la biblioteca de Bagdad en 2003. Nada de eso. Son libros para reproducirse.

Uno de esos libros que lastiman, que se encajan en las heridas, pero que se requieren, se titula Guía práctica sobre la aplicación del protocolo homologado para la búsqueda de personas desaparecidas. Es de portada roja. Lo publicó la asociación Litigio Estratégico en Derechos Humanos. Trae la viñeta del perfil de un policía y un funcionario detrás de una mujer, a la que tampoco se le ve el rostro, pero sí es la única con las cejas en señal de tristeza. Levanta con una mano un papel con el contorno de una figura que en el centro tiene un signo de interrogación. Es un desaparecido. Ella seguramente es una madre. Es uno de esos libros ajenos a campañas electorales o de campañas electorales ajenas a esos libros.

Si en México el drama de miles de desapariciones forzadas o a manos de particulares no representara una crisis humanitaria, la publicación no sería necesaria. No existiría. Nadie tendría que preocuparse por explicarnos cómo buscar al que se le privó de la libertad. Como tampoco nadie tendría que excavar para buscar a sus hijos o rastrearlos en cárceles, hospitales o instituciones forenses.

La guía tiene las mejores intenciones. Pero quien busca a un desaparecido conoce un diccionario del horror: Alerta Ámber, información post mortem, localización sin vida, entrega de cuerpos… Un nuevo léxico aprendido con llanto. Un discurso construido con sufrimiento.

El libro, la guía para buscar personas desaparecidas, está disponible. En espera de nuevos adquirientes. Porque en un país en que la impunidad sustituyó a la justicia, en que las familias hacen el trabajo que debieran hacer los ministerios públicos y policías, en que la mayoría de los mexicanos está sedado ante el dolor ajeno, es un libro-brújula para quienes encontraron el infierno en esta vida.

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