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Crucificándose
Empiezan las campañas
Una de las frases más viles, abyectas y cargada de odio es “¡se lo merece!”. Se escucha en las conversaciones; se escribe, y en redes sociales se avala y reproduce. Un ejemplo de su uso lo hallamos en la tragedia que enlutó a la comunidad de Tlahuelilpan, Hidalgo, por la explosión de un ducto de Pemex. Tras la tajante frase, los que la sostienen y propagan no argumentan nada, lo dan por hecho, se burlan o mal intentan justificar su afirmación. Desde su perspectiva, “se merecían” la horrible muerte las 91 personas quemadas o calcinadas; “se merecían” los heridos las graves quemaduras de segundo y tercer grado, la hospitalización, las cicatrices de por vida en sus cuerpos.
“¡Se lo merecía!” o “¡se lo merecían!” son frases recurrentes que circulan cada vez que suceden tragedias en México. Siempre aparecen defensores de esa postura. Si las personas son desaparecidas, en algo andaban y “se lo merecían”; si una mujer es asesinada por su pareja, imaginan que ella hizo algo y “se lo merecía”; si un anciano es abandonado por su familia, seguramente “se lo merecía”; si un migrante recibe maltratos en México, “se lo merecía” por tales o cuales sinrazones. Es larga la lista de casos que podrían incluirse como merecedores de numerosas desgracias. Prácticamente nadie se salva de, en algún lugar o situación, recibir la cachetada verbal de un “se lo merecía”.
En tragedias como la de Hidalgo, afirmar que “se lo merecían” es inferir que no basta el sufrimiento que enfrentaron quienes murieron atrozmente, ni la pesadilla que enfrentan los heridos por las secuelas de las explosiones, sino que se les revictimiza. Se les hace acreedores de su terrible experiencia. La frase esconde una visión sádica, inquisitorial, al lastimar más y legitimar un merecimiento de mayor dolor a una persona o grupo. Un aspecto es la posible responsabilidad personal en un hecho y otra es que merezca sufrir.
La linchadora frase posee tintes malévolos, una carga acusatoria que criminaliza y condena al suplicio, sin derecho a la defensa por parte de los acusados. Es una afirmación cobarde en el caso de los mensajes similares que no tienen autores identificables, que son anónimos y vomitan en el espacio cibernético sin dar la cara, incluyendo a los promotores de bots. El que acusa con la frase es un juzgador que sanciona con su veredicto, con una enorme carga moralista (“yo soy bueno, yo no robo gasolina”), que decide quién sí se merece tal o cual pena.
Afirmar que “se lo merecen” tiene detrás un pensamiento simplista, superficial, hasta silvestre, de quien no comprende fenómenos complejos que van más allá de la lógica de la causa y efecto, o de pensar en términos de bien o mal, que desconoce los contextos en que ocurren las situaciones, las historias de vida, las circunstancias, cómo funcionan los sistemas en que se desarrollan acontecimientos, etcétera. Atrás está el eco de prejuicios, calificativos, estereotipos, percepciones clasistas, resentimientos personales y sociales.
A nadie se le puede desear que merece algo terrible, doloroso, salvo que se blanda un desprecio por la vida y por el ser humano. La frase revela una visión deshumanizante, contraria a cualquier sensibilidad o interés por el otro, por su presente y futuro, por su valía como persona, por su ser, y en sí de su espíritu. En el fondo es un desprecio a sí mismo del emisor, que se espejea en el desprecio de los otros.
Lo que sí se merecen las personas es lo positivo, saludable y armonioso; mejores condiciones de vida o trabajo, paz interna, trascender en el servicio a los otros; lo que contribuya a su desarrollo y el de su entorno, lo que permita a plenitud ejercer la felicidad como un derecho. Que enfrenten una desgracia no las hace merecedoras de más daños, en la que muchas ocasiones una serie de factores ajenos, externos, intervienen y les arruinan sus vidas. Por eso, que tampoco ninguno de los propagadores del “se lo merecen” sufra como aquellos a los que agreden. Nadie lo merece.
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JJ/I