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Normalizar lo anormal

Una de las consecuencias de la impunidad cuando se habla de la corrupción, es que lentamente se va normalizando esta situación; comenzamos a ver como inevitable el que las personas abusen del poco o mucho poder que tienen. Asumimos que, aunque esté mal, “así son las cosas”, en una especie de “desesperanza aprendida” (la idea de que, hagamos lo que hagamos, no tenemos control sobre nuestras circunstancias); sin embargo, en el caso de la corrupción, la respuesta de muchos parece ser: si no puedo cambiarlo, por lo menos me puedo beneficiar. Se ha vuelto completamente común escuchar a gente que dice “¿para qué pago impuestos si se los van a robar?”, convirtiendo nuestro propio desprecio por la legalidad en una especie de revanchismo; “si los de arriba roban más, yo tengo derecho a robar también, ¡para que se les quite!”.

Podemos encontrar muchas justificaciones para nuestros actos; finalmente creemos que en esencia nosotros somos buenas personas (los malos son siempre los demás), lo que pasa es que somos víctimas de las circunstancias. No es extraño que en una encuesta sobre respeto a la ley, casi 70 por ciento de los mexicanos piense que, si una regla los perjudica, tienen el derecho a ignorarla. Es muy cierto que hay reglas que son equivocadas o abiertamente tontas e inútiles; sin embargo, el camino debiera ser cambiar esos ordenamientos, no ignorarlos. Por ejemplo, la velocidad límite en una de las principales avenidas de la ciudad es de 60 k/h, sin importar las condiciones cambiantes de dicha avenida; sería necesario que la Secretaría de Movilidad actualizara los límites, ya que en ciertas zonas simplemente no son adecuados (por cierto, llevo más de un año tratando de obtener respuesta por parte de ellos y hasta el momento no se han dignado contestar ni uno solo de mis mensajes). El resultado es que, cuando las condiciones viales lo permiten, la gran mayoría de los automovilistas no respeta el límite. Pero dos errores no hacen un acierto.

Otro ejemplo. La escasez de gasolina de estos días se ha convertido en un excelente laboratorio social para ver cómo se comporta la gente. Es usual que la escasez venga acompañada de ciertos fenómenos: un aumento de precios, el acaparamiento, e incluso el pánico que se refleja en compras innecesarias; en el caso de la gasolina, vimos nuevos negocios: personas que por un módico precio hacen lugar en la fila, o peor aún, quien hace su agosto comprando gasolina en bidones, y luego revendiéndola a precios mayores más comisión, a quienes están muy atrás en la fila.

Podríamos decir que esto se justifica “porque llevo mucha prisa” o “me corren del trabajo”, pero al final estamos perjudicando a aquellos que, como nosotros, también tienen esas necesidades, pero siguen haciendo la fila, y que quizá ya no alcancen gasolina porque “un vivillo” la compró antes y está revendiéndola. Podríamos decir que esto es culpa de las autoridades, lo cual tiene su parte de razón; es usual ver brillar por su ausencia a la autoridad en situaciones donde sabemos de sobra que existe la reventa (¡en México hay hasta un sindicato de revendedores!), pero también es verdad que, como ciudadanos, deberíamos comportarnos de manera ejemplar aun sin la presencia de una autoridad que imponga un castigo.

Hace algunos años se intentó aumentar el costo de la multa para aquellos que tiraran basura a la calle, pero hubo políticos que se opusieron porque “hay gente pobre que no puede pagar esas cantidades”. ¿Por qué asumimos que es inevitable que la gente, en especial si es pobre, tire la basura a la calle?

Ese es justo el problema, pensamos que, como se ha vuelto costumbre, la corrupción es parte de nuestras vidas: Peña Nieto decía que era parte de la cultura del mexicano. En otras palabras, normalizamos lo que a todas luces es anormal. Corregir la situación no será fácil, pero la alternativa es insostenible.

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da/i